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Literatura de anticipación

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A Fogwill le gustaba jactarse del poder anticipatorio de su literatura (no de la literatura en general, sino de la suya en particular: no le interesaba hacer teorías de amplio espectro acerca de la ficción y la utopía, sino solamente ufanarse de cómo la pegaba él). Es sabido que quien acierta a divisar el futuro es porque acierta en su percepción del presente. El propio Fogwill se ocupó de subrayar que en sus textos se adelantaba por ejemplo la presidencia de Carlos Menem (el Turco en el poder).

No era tanto, según creo, su específico saber sociológico lo que habilitaba a Fogwill a dar con estos aciertos, sino un malicioso saber personal respecto de las maquinaciones solapadas (coincido con Ricardo Strafacce y su Presentación de Rodolfo Fogwill en poner a Los pichiciegos muy por sobre Vivir afuera; y es que entiendo que resultaban mejores sus visiones subterráneas que sus visiones panorámicas, el arte de maliciar especulaciones más que el de hacer retratos de época).

Fatalidad de las anticipaciones de futuro: solo se advierten de manera retroactiva. Hay tramos en Los pichiciegos en los que los personajes no hacen otra cosa que hablar: conversan y conversan para así matar el tiempo (es cierto que es una novela de guerra, de la Guerra de Malvinas, y es cierto que las guerras abundan en tiempos muertos, tiempos de inacción, tedio y espera; pero los soldados de Fogwill se han salido además de la guerra, se han sustraído y se han apartado de ella). Entre los temas de los que conversan está, claro, la política. Hablan de Videla, de Firmenich, hablan de Isabelita.

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La novela se escribió en 1982 y se publicó en 1983 (a Fogwill no dejó de fastidiarlo esa espera). La guerra no había terminado todavía, mientras Fogwill la escribía. Pero dándola por perdida (un vaticinio más fácil que otros), Fogwill hizo que en la pichicera hablaran de si iba a haber o no iba a haber elecciones en el país. Hablan de a quién votar, y uno dice: “No… yo no votaría a nadie ¡que se vayan todos a la puta madre que los remilparió!”. Leo, releo, subrayo: “que se vayan todos”. ¿No está ahí, bien vislumbrada, la consigna hastiada de diciembre de 2001? ¿No inscribía Fogwill, en el umbral de las ilusiones políticas argentinas más fervientes y optimistas, eso que, casi veinte años después, sería la cifra misma de la desilusión y el descreimiento, uno de esos momentos turbios en que no se sabe para dónde agarrar y se agarra para cualquier lado?

En esa misma parte de Los pichiciegos, apenas un poco antes, uno (Viterbo) especifica: “Pero Santucho no era peronista, ¡animal!”; mientras el otro (el tucumano) porfía: “Sí, ¡era peronista! (…). Lo que pasa es que no la iba con Isabel…”. Parecen verse anticipados así cierto error de indistinción, redondeo de mala fe o enredo por desatención ideológica, que no han hecho sino expandirse en los tiempos que corren, tiempos muy de brocha gorda y agresiones al tuntún. Fogwill acierta además al cederle la palabra final al que, de los dos, está equivocado.