El resultado de las elecciones norteamericanas parece convalidar la evidencia de que buena parte de la población humana del planeta elige como gobernantes a quienes rechazan todo límite a su poder. Si yo fuera psicopanelista de programa de televisión (helecho al fondo, mesa tembleque), diría que hay una creciente pulsión masoquista colectiva que adora la desmesura narcisista de esos que siempre se ven a sí mismos bajo la figura arquetípica de alguna bestia salvaje: el vuelo alto y la certeza en el ataque del águila o –para no estirarnos al medioevo y su zoología fantástica– la ferocidad del león. Elijamos a uno de esos simpáticos animalitos para continuar la comparación.
El león asfixia apretándote la garganta y te aprisiona con sus zarpas, que luego te desgarrarán, abriéndote el vientre para dejar tus vísceras al aire. El proceso de ese doble apriete se verifica en términos políticos. La falta de aire mundial es obra de los discursos en que esa desmesura se ha vuelto programa. Decir cualquier cosa, rápido, una detrás de otra, para que el sentido gritón se vaya construyendo como lógica y destino a medida que perdemos la conciencia, hasta que terminamos creyendo que la entrega a ese mordisco es lo que podemos admitir, tolerar y agradecer. En eso, Trump se ha mostrado como el Gran Maestro. Ha logrado convencer a sus votantes de que la economía de la próspera potencia norteña es una catástrofe milenarista que solo él puede resolver. Y es de suponer que, de nuevo sentado en el sillón de Lincoln, las causas penales que siguen su curso se disiparán como el viento porque tiempistas no solo hay en Comodoro Py, aunque desde luego sería un espectáculo extravagante y extraordinario, el colofón digno de su vida hecha de ficciones públicas, que alguna sentencia de sus múltiples causas judiciales terminara condenándolo al encierro. En tal caso, el recién electo presidente norteamericano debería seguir gobernando su país desde tras las rejas, así como en los extravagantes y extraordinarios relatos del bifronte Bustos Domecq: un detective resuelve casos policiales tomando mate dentro de la celda de una comisaría. Pero nada de eso ocurrirá porque la razón jurídica existe para evitar las consecuencias indeseadas de la vida de los poderosos.
Por supuesto, la capacidad argumentativa de Trump parece propia de un matón de esquina y sus mentiras altisonantes serían anécdotas risibles si las redes asociales no volvieran pasto de consumo cualquier boludez que adquiere aspecto de amenaza. Y eso es prueba de una astucia de su parte, ya que hace bastante que los votantes están dejando de elegir a quienquiera que parezca pensar o argumentar bien. La inteligencia pura es siempre un reproche y una denuncia implícita de la propia relativa falta de lucidez. Se ha invertido el famoso aforismo naroskiano que usurpó con anticipación temporal Ludwig Wittgenstein cuando dijo que los límites de su lenguaje eran los límites de su mundo. Ahora, los límites del mundo son los de un lenguaje punitivo que asfixia el pensamiento.