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Las vueltas del perro

Ni Rubió ni Longmire creen que los perros merezcan llevar un nombre, por razones diferentes.

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En Un puñado de flechas, de María Gainza, libro ligero, encantador y lleno de chismes, el pintor catalán-francés-argentino Nicolás Rubió no cree que sea necesario ponerles nombres a sus perros ya que cuando les dice que vengan, efectivamente vienen. En Los mocasines de otro hombre, tercera entrega de la serie del comisario Longmire, de Craig Johnson, al perro lo llaman simplemente Perro pero cuando alguien menciona en una conversación a la hermandad guerrera de los Perros Locos, el can se da por aludido y levanta la cabeza. La serie de Longmire transcurre en Wyoming, el estado menos poblado de los Estados Unidos, y dos comunidades aparecen frecuentemente en las historias simultáneamente amables y truculentas de Johnson: una es la de los indios, sobre todo cheyennes y crow; la otra, la de los vascos, que llegaron allí por primera vez durante las guerras carlistas, en el siglo XIX.

Como se ve, ni Rubió ni Longmire creen que los perros merezcan llevar un nombre, aunque por razones diferentes. No podría decir que nuestra perra Solita reconozca la palabra que la denota, más bien tendería a pensar que no lo hace. Pero Soli, a diferencia de los perros de toda la gente que conozco, que siempre son inteligentísimos de acuerdo a sus dueños, nunca fue la más despierta del barrio. Encima, la pobre está enferma y tal vez es por eso que me quedan en la memoria las referencias a los perros en los libros que leo. Por ejemplo, En Pampa y la vía, de Osvaldo Baigorria, que comenté aquí hace poco. Allí Bepo Ghezzi, decano de los crotos argentinos, sostiene que no hay que tener perros porque “un hombre no puede ser esclavo de un animal”. Le escuché un argumento parecido a mi ilustre pariente Manuel Antín, que no se parece nada a Ghezzi, pero es otro negacionista de la tenencia canina. Me pregunto, de paso, cómo andará Manuel en estos días. En cambio, Orlando, el marido de mi prima Virginia, lloró desconsoladamente cuando su caniche murió de golpe. Durante un largo rato, Virginia lo vio repetir la palabra “amigo” y el relato me impresionó mucho en su momento. A ellos tampoco los veo desde hace tiempo.

Gerald Durrell, gran amigo de los animales, sostiene en el prólogo de una recopilación de cuentos llamada Las mejores historias sobre perros, que incluye relatos de Chesterton, Kipling, London y Woolf, que “una casa no es un hogar si no tiene un perro”. Pero no sé si Durrell incluía los departamentos entre los lugares que necesitan un perro (o viceversa). Me pregunto, de todos modos, por qué si los perros tienen en general buena prensa, llamar “perra” a una mujer es un insulto grave, mientras que quienes llevan el sobrenombre “perro” no suelen ser personas nobles. Para no mencionar a un conocido periodista-operador político y mantenernos en la ficción, en el último libro de Pola Oloixarac el personaje que responde a ese apodo resulta de lo más desagradable. De todos modos, y para no irnos por las ramas (aunque no esté claro a qué árbol es al que estamos trepando), digamos que el tema da para una enciclopedia y que todo el mundo tiene algo para aportar en este tema. Así diré finalmente que, desde que Solita forma parte de mi vida, sus congéneres me resultan irresistibles y me sacan invariablemente una sonrisa. Antes los ignoraba, pero hoy soy un converso al perrismo.

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