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Las imágenes en el banco

Dall-E 2 20220820
Dall-E 2 | Instagram / openaidalle

No sé qué pensar de la publicidad. ¿No es acaso solo necesaria en el capitalismo para agregar erotismo a un producto equis frente a otro similar? Algo ridículo, pero vinculado a la vitalidad, a lo erótico. Si un extraterrestre quisiera informarse de lo que nuestro planeta consume, teme, adora o garcha, le bastaría con mirar publicidades y no ficciones. Además, debo aportar que muchos actores necesitan de la publicidad (de sus honorarios) tanto como la publicidad necesita de los actores, entre otros talentos creativos que se consumen en un acto ilusorio y vano que nada le envidia a la pura poesía. Hacer publicidad duele en el alma. Todos saben que se está vendiendo el coso al diablo y rara vez quienes destilan la publicidad son consumidores de eso que erotizan. Pero nunca he logrado pensar el acto publicitario como el enemigo que debería ser. Una vez al año incluso hago la locución en la entrega de unos premios, así que me entero de las novedades de alta gama de este mercado tan singular. Y veo en este universo hipotéticamente despreciable la misma creatividad que se aplica en el colmo de las artes.

También creo que las artes han perdido terreno firme frente a los diseños y que me faltan las palabras para hurgar en esa desazón, porque mi moral me dicta que el arte es bueno para el alma y el diseño es un mero formalismo complaciente.

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Para echar leña a la fogata, me topo con el recién nacido Dall-E 2, que en inglés suena a Dalí 2, como el famoso artista, resurrecto en inteligencia artificial. Es una aplicación. No sé bien para qué sirve. Pero que piensa lo de siempre: el lenguaje. Un banco de imágenes planetario que ofrece al dueño del mouse arte robótico, pero arte al fin. Basado en un principio dizque surrealista, uno puede solicitar un babuino en el estilo de Roy Liechtenstein, o una bicicleta à la Van Gogh. Dall-E 2 pinta lo que el lenguaje imagina; se le dan dos coordenadas y la pantalla cruzará media docena de interpretaciones hasta una meta inesperada (en un robot): la absoluta originalidad.

Como todo sistema, tiene gramática. Como toda gramática, esta tiene problemas. Como todo problema, estos son fascinantes. ¿Cómo guarda este diccionario todas las imágenes terrícolas? Pues como el cerebro: nombrándolas con un sustantivo. Ahí está el problema, un problema que la carbonilla en el dedo titubeante no conoce. Para obtener un babuino imaginado por Manet, habrá que introducir babuino. Si no la conoce, apelará a lo más parecido posible. Pero si en vez de llamarlo babuino le decimos howler monkey, se nos ofrecerá un mono que aúlla y no necesariamente un mono aullador. Se dirá que el problema es del inglés, que usa verbos como adjetivos y toda esa practicidad de la que cualquier políglota sospecha. Pero el abismo es más hondo. Un robot no puede pensar en imágenes. Un artista, sí. 

De allí que los ejemplos plásticos de Dall-E 2 se me antojen todos publicitarios. Puedo llegar a divertirme cinco minutos. O quince años. No lo sé, nunca lo supe. ¿Cuánto tiempo usa un humano los efectos divertidos en la cámara de su teléfono nuevo? ¿Dos días?