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Lady Macbeth

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Envuelto en una polémica tan intensa como previsiblemente efímera sobre The Death of Klinghoffer, la ópera de John Adams que explora el asesinato de León Klinghoffer, un pasajero judío en silla de ruedas, perpetrado por miembros del Frente de Liberación de Palestina, en 1985, durante el secuestro del crucero Achille Lauro, la Metropolitan Opera de Nueva York replicó que ellos muestran pero no alaban y que, con ese criterio de censura apriorística, también deberían cancelar la puesta de Macbeth, de Verdi, que está llena de crímenes. Tuve ocasión de presenciar Macbeth en ese teatro, situado a 500 metros del Mandarín Oriental, el hotel donde suele alojarse la presidenta argentina. Habría sido aleccionador que Cristina Kirchner, para quien su hijo reclama la re-reelección, viera esta obra.
Macbeth y su mujer llegan al poder mediante una maniobra: matan al anterior rey y desplazan las sospechas hacia otros. No les basta: quieren asegurarse de que nadie les hará sombra y van asesinando a todos los que constituyen una amenaza. En esa borrachera de poder, en la que Lady Macbeth es aun más feroz que su marido, van olvidando al pueblo y convirtiéndose en tiranos. Ese crescendo desemboca en el sobrepeso de la culpa que agobia a la pareja gobernante. En un momento, Lady Macbeth mira sus manos, en apariencia limpias, y las ve ensangrentadas; en otro, es él a quien se le aparecen los fantasmas de sus víctimas. Es la fatalidad que acecha a los gobernantes desmedidos.
Los Kirchner llegaron al poder gracias a operaciones espurias de Eduardo Duhalde, a quien rápidamente traicionaron. Estabilizaron la economía con la asistencia de Roberto Lavagna y Martín Redrado, pero se deshicieron de ellos como si fueran descartables. Recuperaron la potencia simbólica del poder presidencial con la astucia de Alberto Fernández, pero no tardaron en dejarlo de lado. Tuvieron de aliado a Clarín para luego intentar destruirlo con la Ley de Medios. Crecieron con la ayuda de la soja y el campo, pero enseguida quisieron apropiarse de la renta que generaba. Intentaron atomizar el radicalismo, vampirizando a muchos de sus dirigentes, empezando por Julio Cobos, pero rápidamente los tiraron como un lastre. Se sirvieron reiteradamente de los votos de Daniel Scioli, pero a la hora de apoyarlo como heredero se desinteresan. Su oportunismo es descarado: humillaron a las Fuerzas Armadas, pero terminan gobernando sentados sobre las bayonetas de Milani y Berni; ningunearon al obispo Bergoglio, al punto de haber legislado el matrimonio gay con el único fin de molestarlo, pero terminan convirtiendo el Vaticano en la nueva Puerta de Hierro, adonde peregrinan a pedir consejos.
Los Kirchner se inscriben en la tradición caudillesca de líderes personalistas que, como señala Francis Fukuyama en su último libro, determinaron el quiebre de ese destino argentino de grandeza que parecía perfilarse a principios del siglo XX. Pasaron en una primera etapa de un Estado impersonal a un Estado patrimonial, al decir de Max Weber: gobernando el país como si fuera una extensión de sus propiedades. Y más adelante pasaron directamente a una sociedad tribal, gobernando sólo para parientes y amigos. Si en países como la Libia post Kadafi el problema por el que cunde el desorden es que nunca hubo instituciones básicas, y en sociedades como Brasil el tema consiste en el desacomodamiento de las viejas instituciones frente los bruscos cambios operados por la clase media en la última década, en la Argentina actual la cuestión estriba en que los Kirchner acometieron la tarea de destruir deliberadamente todas las instituciones. ¿Cómo no esperar que los fantasmas acechen a estos tenues Macbeth domésticos sumidos en la desmesura explícita? Cuando la larga pesadilla cese, los argentinos deberán mirarse y decir, como ese personaje de Borges en el final de La intrusa: “A trabajar. Será arduo”.

*Escritor y periodista.