COLUMNISTAS
Marcas de los tiempos

La tiranía de la diversión

20231202_albert_camus_cedoc_g
Albert Camus. “El hombre es el animal que busca sentido”. | cedoc

Pensar el mundo, que ha sido siempre tan exclusivamente humano como trabajoso, se nos ha vuelto ahora la tarea de la que deseamos ser exonerados por antonomasia, dispensados del esfuerzo por comprender cuanto ocurre y el lugar de nuestras identidades inciertas en ese proceso significativo. Y no es que creamos que el mundo carezca de sentido o, por el contrario, que lo demos por descontado, sino que más bien se nos antoja a todos que no hay pregunta más desprovista de sentido que esa misma, la que sobre él indaga.

“El hombre es el animal que busca sentido”, afirmaba Albert Camus, pero la búsqueda parece ahora cancelada, no por insuficiente, sino por irrelevante, y en el lugar de ese estrepitoso silencio, de esa contundente ausencia, se nos ha instalado el clamor de la diversión, el “divertissement” del que hablaba Pascal como signo de quien diverge incluso con respecto a sí mismo, una divergencia que realizaría una pregunta acerca de su porqué si no fuera porque –precisamente– esa es la pregunta funesta que no nos está permitida.

La historia, nunca más maestra de la vida, sino reducida a presente, y aun a presentismo, su inflamación desbocada, ya no sirve para dar cuenta de nada, para explicar lo que ahora es por completo inexplicable, el mundo, el yo y los otros, de los que ha sido expulsado, más con frivolidad que con violencia, todo pensamiento finalista o teleológico, toda indagación acerca del significado, el sentido y el propósito.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

Así, la diversión es ahora la marca de los tiempos, distracción en lugar de concentración, superficialidad en vez de reflexión, movidos por el único imperativo categórico que parece estar a nuestra altura de olímpica dejadez, y que fuera enunciado ya en el pasado siglo por Neil Postman: “Divertirse hasta morir”.

No es esa diversión, sin embargo, el pan y circo de los romanos y todos cuantos demagogos han poblado la historia, sino la exacerbación de lo circense ante la falta de pan, como si pudiéramos alimentarnos de la trivialidad que todo lo coloniza a modo de la metástasis de una época caracterizada por la irrelevancia de (casi) todo, por su insignificancia, por su opacidad, por su decadencia y –en el fondo– por su irremediable tristeza, irremediable e irreparable melancolía.

Ahora bien, en contra de lo que pudiera parecer, los tiempos divertidos son tiempos carentes de verdadera alegría, suplantada por uno de sus más socorridos simulacros, la euforia, esa euforia perpetua como destino personal y social tan sagazmente diagnosticada por el pensador francés Pascual Brückner, y a la que aspiramos como posesos, en la ebriedad del consumo (cada vez menos) o desde su reverso tenebroso, la tristeza del aburrimiento.

Cueste lo que cueste, y costar, cuesta, es necesario volver a pensar, volver a encontrar relatos que den cuenta del mundo que habitamos en común y que nos expliquen el lugar privilegiado que ocupamos en él.

“Solo quien piensa lo más profundo ama lo más vivido”, poetizaba Hölderlin, y no le faltaba razón, más bien le sobraban las razones que nosotros mismos hemos ahuyentado cual si fuesen fantasmas a fuerza de querer divertirnos a cualquier precio, aunque el precio sea no seguir sabiendo quiénes somos, y por qué y para quiénes.

* Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.