El ejercicio habitual de evaluar un gobierno tras su primer año se vuelve hoy particularmente borroso a causa de la pandemia.
Más preguntas para este boletín. Pero más allá del paraguas del coronavirus, las preguntas emergen: ¿se puede excusar al gobierno al amparo de lo inesperado? ¿se puede pensar que las cosas hubieran ido mucho mejor de no mediar el Covid-19? Cuál es el gobierno: el de la mesa de encuentro entre Alberto Fernández, Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta o el del desorganizado velorio de Maradona en la Casa Rosada. ¿Cuál es el carácter presidencial? ¿El profesor explicando mediante filminas la evolución de la pandemia, y convenciendo a la sociedad (votantes y no votantes del Frente de Todos) de la necesidad de extremar cuidados o el señor con megáfono tratando de ordenar a las multitudes que trataban de decir adiós al as del balón?
Si se pudiera reducir el primer año de gestión de gobierno a una simple expresión, sería la réplica de una expresión del propio Alberto Fernández: no hay un plan. Eso transforma a la gestión en una lógica de ensayo-error midiendo simultáneamente el impacto de sus iniciativas en el FdT y en la sociedad. El problema es como decía el educador Paulo Freire: “El que no planifica es planificado”.
Puede ser que bajo la idea de no repetir el grosero error de la gestión anterior de informar el target de inflación y que después “pasen cosas” que cuadriplique su valor, parece preferible no adelantar las buenas noticias. Sin embargo, que el presidente no tenga un plan explícito o implícito que signifique un horizonte de posibilidad hace que todos los demás planes de la sociedad civil pierdan relevancia, con el aumento de la incertidumbre, el real riesgo país.
Burbujas. Es posible que Fernández haya sido víctima de su propia burbuja de los tulipanes cuando entre marzo y abril su imagen positiva comenzó a trepar a lugares inexplorados de la galaxia política vernácula y que los consultores situaban entre el 60 y el 80%. Quizás si el origen de su éxito se posó en el manejo de la cuarentena y el discurso del cuidado, se evaluó en algún sitio que extender esa narrativa podía dilatar esas altas valoraciones en el tiempo. Pero el ruido blanco generado por la cuarentena fue tal que cuando llegó el momento de comunicar uno de los logros del año, el arreglo con la gran mayoría de los bonistas, no había espacio para explicar las bondades del acuerdo. En el otro extremo la fallida intervención-estatización de Vicentin quedó en el cementerio de las grandes ideas de escritorio y que no evaluó las correlaciones de fuerza realmente existentes en la sociedad: la grieta social y política que no descansó un minuto ni en los momentos más intensos del aislamiento social preventivo y obligatorio.
El problema es que, en ausencia de un plan, los aciertos y errores cobran desigual relevancia en la sociedad de la sobreinformación. Obviamente si sube el dólar paralelo la gobernabilidad tiembla, pero si baja parece surgir de la casualidad. Una consecuencia de esa ausencia es que, en este complicado año, Alberto Fernández ha sufrido un desgaste acelerado en parte producto de que su rumbo es impredecible y también porque las dificultades aparecen magnificadas por el prisma negativo que predomina para ver la realidad. El rostro del presidente denota como pocos este cansancio.
Pero no es el único gobierno que comenzó con serios problemas. Carlos Menem tuvo coletazos de hiperinflación, saqueos y disturbios sociales, además de levantamientos militares. Néstor Kirchner perdió las elecciones con Menem y parecía un presidente surgido del casting de Eduardo Duhalde luego de que Carlos Reutemann, José Manuel de la Sota y algún otro precandidato le dijeran que no. Pero ambos y con políticas opuestas lograron superar las debilidades de origen. Menem sellando una alianza con Estados Unidos y abrazando el Consenso de Washington, Kirchner rechazando el ALCA y pagando al contado al FMI en acuerdo con Lula. Ambos asumieron en forma adelantada, Menem en julio de 1989 y recién en marzo de 1990 logra estabilizar la economía. Kirchner asume el 25 de mayo de 2003 y recién dos años después rompe con su mentor Duhalde y el ministro que había heredado, Roberto Lavagna.
Supremos problemas. Pero a diferencia de Néstor Kirchner y por más que hoy por hoy la relación sea glacial es improbable que Alberto Fernández vaya a romper su sociedad política con Cristina Kirchner y mucho menos con Sergio Massa, invisible contrapeso del gobierno. En este año y a pesar de todos los rumores la expresidenta se ha mantenido a prudencial distancia del Poder Ejecutivo, no opinando sobre las políticas claves llevadas adelante por Fernández, aunque se puede deducir algún desencanto. La excepción de la regla de no intervención es la cuestión judicial, en su última carta las referencias a la Corte Suprema tienen la precisión de un misil teledirigido. El recuerdo de la primera de las dos únicas cadenas nacionales de Néstor Kirchner viene a la mente. Realizada el 5 de junio de 2003 y con una duración de 6 minutos con 47 segundos denunciaba a Julio Nazareno, a la sazón presidente de la Corte Suprema y anunciaba el inicio del juicio político a la conocida como corte adicta: “Es el pasado que se resiste conjugar el verbo cambiar” decía el Kirchner a menos de dos semanas de asumir. Veinte días después renunciaban Nazareno, Adolfo Vázquez y Eduardo Moliné O’Connor.
Café las palabras. Con respecto a la última carta de Cristina se debe decir que su impacto estuvo muy lejos de la anterior, quizás porque en la primera la alusión a los “funcionarios que no funcionan” entusiasmó más a la prensa opositora que la última, o quizás también que la palabra es una moneda simbólica cuyo valor se devalúa con gran velocidad en la era de las redes sociales.
La difícil tarea de Alberto Fernández, dejando atrás la pandemia, es recuperar el entusiasmo y la expectativa que generó su asunción un año atrás. Para esto debe generar las señales que trasciendan a la sociedad de la decepción.
*Sociólogo (@cfdeangelis).