El australiano Oscar Schwartz publica en The Paris Review un extenso artículo titulado “Contra la relectura”. Usos y abusos de los lugares comunes llevan a considerar la relectura como un estadio superior de la lectura, como la materialización del perfeccionamiento letrado, como si quien relee obtuviera el certificado de lector avanzado. Schwartz no está tan seguro, y desde que lo leí yo tampoco.
Veamos primero los lugares comunes y sus campeones: “La forma correcta y virtuosa de leer es releer”. Lo dicen Nabokov, Roland Barthes, William Hazlitt, Harold Bloom... la lista es larga. Al releer se “observa y acaricia” ese mundo que el autor plasmó en palabras, y que en la primera lectura habíamos sobrevolado mirando hacia abajo, como un pájaro en busca de alimento. Para Barthes, la relectura es necesaria si queremos alcanzar el verdadero objetivo de la literatura, o sea, hacer que el lector “ya no sea un consumidor, sino un productor del texto”. La relectura, dice Schwartz, es eminentemente conservadora, y lo prueba, entre otras cosas, el hecho de que sus grandes defensores fueron también grandes conservadores.
Pero imaginemos una comunidad literaria en la que todos leen el mismo libro, y una comunidad de lectores que recurren a él una y otra vez. Un poco como en Fahrenheit 451 de Bradbury: si hay algo que siempre me molestó de aquella novela es que lo que mueve a los valientes memorizadores de libros no es más que el ansia por reafirmar la tradición y salvaguardar la comunidad. Algo terriblemente aburrido. La relectura como el bálsamo para la decadencia cultural de la humanidad. Italo Calvino recomendaba, como herramienta para la salvación, aprender poemas de memoria. Me parece una estupidez verdaderamente histórica. No hay mayor placer que toparse con un poema genial por primera vez y sentir algo que nunca volverá a repetirse, esto es, que algo acaba de cambiar. En nuestras vidas, en nuestro modo de ver el mundo, de relacionarnos, de etiquetar los umbrales que hasta hoy eran el paradigma del dolor o del amor o de lo que fuera. Y eso solo puede ocurrir una vez.
Me río cuando alguien dice que se enamoró “a primera vista”: solo existe el amor a primera vista. Si ocurre otra cosa le estamos poniendo el nombre del enamoramiento al hábito, a la costumbre, a la resignación o al sufrimiento, no sé. Releer es academizar el placer, algo que suena tan ridículo como los que tratan de enseñar posiciones amatorias y técnicas sexuales desde un escritorio. Está bien que lo hagan, pero no saben lo ridículos que se ven.
Schwartz cree que debe de ser esa la razón por la que los grandes apólogos de la relectura son, por lo general, ancianos, aquellos para quienes la juventud quedó no atrás, sino demasiado atrás. “Como el narrador sin amor del cuento Noches blancas, de Dostoyevski, busca regresar a lugares donde alguna vez fue feliz, para tratar de dar forma al presente a imagen del pasado irrecuperable. Es inútil. No puede recuperar ese primer placer y, de hecho, al repetirlo, termina arruinando la lectura en general. ‘Los libros han perdido en gran medida su poder sobre mí; tampoco puedo revivir el mismo interés por ellos que antes’, admite. Tal vez hubiera sido mejor que leyera algo nuevo, para variar, que lo ayudara a salir de sus ensoñaciones depresivas. Enamorarse de un libro nuevo puede ser una de las aventuras que nos quedan por delante cuando la carne se debilita y el espíritu, con suerte, sigue dispuesto”.
Schwartz cita a Freud: “En el adulto, la novedad siempre constituye la condición del orgasmo”. Perfecto, la repetición es el camino más directo a la pérdida, al fracaso, a la abulia. La compulsión de releer como una regresión al estado infantil. Margaret Atwood compara el acto de releer con chuparse el dedo y usar bolsas de agua caliente: consuelo, familiaridad y recurrencia de lo esperado. Conservadurismo, en suma.