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ADIOS A UN PERONISTA

La muerte de Antonio Cafiero

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Antonio Cafiero ha muerto. La inexorable finitud que aqueja sin exclusiones a los seres vivientes ejecutó su sentencia, aunque en este caso fue generosa con los plazos. Antonio acababa de cumplir 92 años de una vida plena de realizaciones y de alegría, jamás perturbada por las diversas circunstancias que le tocó afrontar en su larga estadía en este mundo, no todas favorables, como se comprenderá.

Murió rodeado del amor de sus familiares y del afecto de sus amigos pero, además, salvaguardado por una fe religiosa tan profunda como inquebrantable, que no sólo ayuda a sobrellevar las penurias de la existencia sino que atenúa el horror de la finitud.

Nada de ello disminuye, sin embargo, el dolor de quienes lo sobrevivimos. Pero más allá del sufrimiento que nos causa su desaparición física a quienes tuvimos una relación intensa y duradera con él, se despide con Cafiero una de las últimas figuras vivas del peronismo fundacional, que permaneció siempre fiel en lo esencial a aquellos orígenes, hoy casi míticos. Fundacional, que no “histórico”, una de las tantas maneras de desacreditar a un movimiento político que cambió para siempre la vida de los argentinos.

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No deseo referirme aquí a la trayectoria política de Antonio Cafiero; quiero decir a su acción específicamente política, en la que alternaron aciertos y errores, aunque creo predominaron los aciertos. Baste mencionar el apoyo al gobierno de Alfonsín en los momentos en que la democracia incipiente peligraba, el intento de democratización y modernización del peronismo a través de la llamada Renovación Peronista para adecuarlo a las nuevas condiciones históricas, la realización de una interna partidaria ejemplar que no volvió a producirse.

Pero mi relación con Antonio nunca pasó por allí sino por el campo del pensamiento, que siempre lo fascinó y jamás dejó de lado. Una excepción casi única en los tiempos que corren, en los que el grueso de los políticos argentinos, preocupados sólo por las encuestas y la imagen publicitaria, muestra una ignorancia y un desprecio absolutos por el pensamiento y la filosofía política.

Lector incansable, hombre atento a todas las nuevas elaboraciones intelectuales, convocaba permanentemente a distintos grupos de estudiosos para discutir sus lecturas e informarse de las de sus interlocutores, así como también nutrirse de las ideas surgidas del intercambio. Personalmente, participé de innumerables reuniones de ese tipo en las que, además, Cafiero invitaba a menudo jóvenes recién egresados de las universidades, por cuyos aportes e inquietudes mostraba un interés especial.

La filosofía era uno de sus intereses principales. Recuerdo que mientras era gobernador de la provincia de Buenos Aires me citaba, cuando venía a la Capital, para que le explicara Kant, filósofo que lo traumatizaba pues, según decía, no alcanzaba a comprenderlo. Tuve el honor, además, cuando refundamos el Instituto de Altos Estudios Juan Perón, allá por 2004, de que me nombrara su vicepresidente, cargo que ejercí hasta que él estuvo en condiciones de ejercer la presidencia.

Toda su vida luchó por mantener la unidad del peronismo y estaba convencido de que la única forma de hacerlo era mantener viva y en constante actualización la doctrina peronista, con el más amplio pluralismo pero sin contrabandeos ideológicos. De ahí su predilección por el Instituto, donde logró nuclear gran parte de la inteligencia peronista. Testimonio de ello son las actividades y publicaciones del Instituto y la propia obra de Antonio, sus libros y artículos. Lamentablemente, a partir de la declinación de Antonio, el Instituto ha desaparecido de escena.

Acaso llame la atención la frialdad oficial ante la muerte de Antonio. Pero no es de extrañar. Cafiero era demasiado peronista para la ensalada ideológica gubernamental, heredera de aquella absurda teoría setentista según la cual el peronismo era interesante como movimiento de masas pero no por la doctrina reaccionaria que predicaba su conductor.

*Filósofo.