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La más rara de las cosas de este mundo

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Comprarse un problema y pagarlo caro. Anoté esa frase ayer después de una conversación. Decidir aquello que nos complica. Dejarnos guiar por la lógica del gasto improductivo, esa sobre la que pensaba y escribía Georges Bataille. Malgastar el tiempo, no convertirlo en dinero. ¿Acaso no es eso pretender que funcione una editorial independiente en la Argentina?

Pero la pregunta se extiende más allá de nuestras actividades. Llega a desafíos nuevos que implican riesgos y renuncias. ¿Por qué nos preocupa tanto perder lo conseguido? ¿Por qué una vez que decidimos, las tentaciones son tantas y surgen propuestas seductoras que, a la vez y sin quererlo, nos alejan de nuestras búsquedas personales?

Cuando toca hacer duelos, o mejor: después de hacerlos, quedamos frente a la posibilidad de priorizar pendientes que veníamos posponiendo. Cosas que queríamos, pero a las que nunca pudimos dedicarles el tiempo suficiente. Cosas improductivas, de escaso brillo. Despelotes no instagrameables que podríamos evitarnos. Pero la cosa está ahí, detrás de la escalera, como escribió Ray Bradbury, o debajo de la alfombra para no verla, monitoreándonos.

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Elegir tu propia aventura, si realmente vas a fondo, es bastante parecido a hipotecar lo que tenés para comprarte un problema mayor. Pero ¿alguien carece de problemas aun cuando elija no tenerlos? Si la vida es conflicto, mejor lidiar con los propios a esperar pasivamente que lleguen los desaguisados externos por default.

Elegir lo incómodo, lo trabajoso, lo que acarrea pérdidas, implica navegar en profundidades desconocidas y alejarse de la costa segura. Lo hablamos con mi hijo en un bar esta semana. Él lo dijo con palabras mejores. Lo que no suele verse a priori es la satisfacción que dan los desafíos de largo aliento. Y a más dificultad, aunque suene oneroso, más genuina la satisfacción.

A menudo pienso en aquello que me alegra, esa lista de cosas que me devuelven la fe. No son muchas ni muy locas, y tampoco dependen solo de mí: la tarea cumplida, arreglar cosas rotas, destrabar conflictos, ver lo que acabo de limpiar, aprender, acompañar procesos creativos, ver los logros de quienes se animan, ser sostén detrás de escena, salir a tiempo de un lugar, escuchar, y algunas más.

Conocer lo que da origen a nuestro bienestar es clave para reconducir el rumbo de nuestras vidas. Podría ser más simple, pero no sería nuestro proyecto. Y abrazar los desafíos que nos proponemos tiene un sabor inconfundible.

Por los senderos que solo pueden hacerse adentrándose a pie en la montaña, llegamos a las vistas más hermosas de abismos y lagos, cielos y puestas del sol. ¿Qué se gana con eso? Nada. Podríamos haber subido la montaña en auto, aerosilla o helicóptero, pero no habríamos vivido la experiencia. Como dice el psicoanalista Leo Leibson en su libro Atrapar la huella antes de que se desvanezca, “[La vivencia es] la más rara de las cosas de este mundo. No solo por escasa y ocasional, sino por atípica, por lo imposible de adquirir, aunque siempre involucra un precio a pagar, y por adelantado. Una apuesta”.