El 17 de julio de 1936 hubo un alzamiento militar fallido contra el gobierno republicano y constitucional que gobernaba España tras ser elegido en febrero de aquel año. Aunque fracasó, el golpe de Estado iniciado en las islas Canarias, Ceuta y Melilla marcó el comienzo de la Guerra Civil que duraría tres años, hasta el 1° de abril de 1939, y dejaría un saldo estimado según diversas fuentes en 500 mil muertos, además de una dictadura encabezada por Francisco Franco, que duraría hasta 1975, cuando éste murió.
El 12 de octubre de 1936, a meses del comienzo de las batallas y en un país alterado, convulsionado y polarizado, se produjo en el anfiteatro de la Universidad de Salamanca un episodio sobre cuya exactitud aún hoy circulan diferentes versiones, pero cuya esencia permanece significativa. El rector de aquella universidad, el filósofo y escritor Miguel de Unamuno (1864-1936), autor de La Tía Tula, Niebla y Tres novelas ejemplares como parte de una obra rica, extensa y variada, pronunciaba un discurso que era continuamente interrumpido por José Millán Astray (1879-1954) un militar nacionalista, fundador de la Legión, que sería figura destacada en el régimen franquista. En un momento Unamuno, el gran referente de la generación del 98, quien en su momento se había mostrado opuesto a la República para luego rectificarse, tronó dirigiéndose a Astray: “¡Venceréis, pero no convenceréis!”. A lo que el militar respondió: “¡Muera la inteligencia, viva la muerte!”. Distintas fuentes e historiadores consideran hoy que las frases no fueron literalmente esas, aunque se reconoce que su sentido es el correcto y que, en la recreación, contienen lo esencial de la disputa. La inteligencia, la cultura, el debate de ideas versus la intolerancia, la imposición, la muerte.
En tiempos oscuros de los países y las sociedades ese antagonismo revive, sobrevuela los diálogos y los discursos, las actitudes y las intenciones. Son tiempos en los que se pretende que gobernar es imponer y que quien piensa distinto no merece más que el desprecio el insulto o “la guillotina de mi hermana”. Tiempos en que la violencia de la palabra fertiliza el terreno para la violencia física. Tiempos en que un diputado con aspiraciones a más proclama irresponsablemente que “meter bala” y “acribillar” son las soluciones para la inseguridad insoluble por medios racionales. Tiempos en que los cortesanos y amanuenses se enrolan en ejércitos de trolls (donde se esconde el nombre y se prescinde de argumentos, basta con la cobardía del anonimato) para asumirse como “brazo armado” de la intolerancia. Tiempos en los que quien gobierna amenaza al distinto, al diferente, al que disiente, con “irlo a buscar hasta el último rincón”. Tiempos en que quien no obedece corre el riesgo de ser “ejecutado”. Tiempos en que los violentos se celebran y ensalzan entre sí, ya sea que se encuentren en Estados Unidos, El Salvador, Argentina, Hungría, Italia o España. Tiempos en que, postrándose ante el hombre más rico del mundo, los intolerantes aceptan y justifican que éste salude como lo hacían los nazis, sin pudor y sin excusas. Tiempos difíciles e inciertos para la inteligencia, para el pensamiento, para la palabra articulada, para el debate de ideas, para la integración de lo diverso, para el debate sensato y enriquecedor. Tiempos en que el futuro no existe sino como una versión arbitraria del pasado, de un pasado idealizado e incomprobable. En la historia humana hubo muchas épocas así. De todas se regresó al plano de la inteligencia y la racionalidad (aunque nunca de modo permanente). Siempre el costo fue alto y quedó mucho por reconstruir y cicatrizar.
*Escritor y periodista.