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La iglesia del pueblo

Al cruzar la inmensa puerta de entrada nos dio la bienvenida un cálido y agradable aroma a almizcle, combinado con asafétida, rapé, colonia Pibes, menta y talco de lila.

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| MARTA TOLEDO

La iglesia del pueblo estaba en el sector sur, cruzando las antiguas vías del aserradero. Era un edificio de pintura desconchada, la única iglesia nutrida con aguja y campana. El patio lateral era de arcilla dura como el ladrillo, al igual que el cementerio que había al lado (llegué a preguntarme: si alguien muere durante un período prolongado de sequía, ¿el cuerpo se cubre con hielo hasta que la lluvia suavice la tierra?). Algunos sepulcros estaban marcados con lápidas que se resquebrajaban; los más nuevos tenían los contornos decorados con cristales de colores y botellas de Coca-Cola rotas. Los pararrayos que guardaban otros denotaban muertos que no descansaban en total quietud; en las cabeceras de las tumbas de niños se veían pedazos de mechas consumidas. Era un cementerio efervescente.

Al cruzar la inmensa puerta de entrada nos dio la bienvenida un cálido y agradable aroma a almizcle, combinado con asafétida, rapé, colonia Pibes, menta y talco de lila. Los mosaicos del piso, de un color amarillo muy oscuro o de un castaño grisáceo, y de hipnóticas formas romboidales, se repetían en el artesonado y en el tapizado de los muebles, empotrados o tan pesados que nunca los movían. El aire era fresco, pero demasiado húmedo, y el cielorraso alto, muy alto.

Oscar se reclinó en el sillón de madera junto al ingreso, estiró las piernas y echó hacia atrás la cabeza apoyando cómodamente la nuca en el respaldo. La fatiga flotaba y crecía en su interior como un humo fragante, nublándole los ojos y llenándole la nariz. Dejó caer flojamente las manos; clausuró los párpados. En un momento sonrió con una risa tonta; pero la imagen no llegó a formarse en su mente, o no se quedó allí el tiempo suficiente, de manera que no alcanzó a impedir aquella agradable y profunda inmersión en el sueño.

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El diácono, que había cruzado una puerta diminuta detrás del retablo, se acercó hasta quedar a escasos centímetros del cuerpo gigantesco de Oscar. Demasiadas palabras, algunas se oían dificultosamente a través de la sonrisa estirada del hombre con sotana. Oscar tenía los ojos hundidos en los del sujeto, parecía descubrir cosas que él mismo ignoraba.

De súbito se incorporó y el cura se estiró hasta entrar a la angostura del cuarto aledaño a la nave central. El sol no había salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras.

—Necesito hacer algo más antes de irnos –me explicó sereno.

Nos encontramos de frente a una lápida con el nombre, apellido y fechas de nacimiento y muerte de una mujer. Definitivamente se trataba de la madre de Oscar; y de Roberto, mi hermano, completó el guía. Me detuve en sus ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. A esa altura del periplo podía afirmar sin temor a equivocarme que aquel tipo escondía porciones generosas de un pasado tempestuoso.

Pasado el mediodía, y poco antes de terminar de armar todo para la siguiente ceremonia, el diácono, el hermano de Oscar, se apareció en el interior de la capilla. Traía una jarra con limonada demasiado ácida y una fuente de sándwiches. El pan estaba seco y los fiambres en su interior eran de la prácticamente intocada alacena de los tiempos malos. No nos negamos, solo procuré recordarle a Oscar que debíamos partir, habíamos acordado que entraríamos a Antofalla antes de florecer las estrellas.