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La guerra de los escritores

Hacia el final, lo descuartiza sin perder la calma ni la aparente ecuanimidad.

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Leo la biografía de Goethe que Thomas De Quincey escribió para la Enciclopedia Británica alrededor de 1840. La leo con un candor absoluto, producto de mi falta de familiaridad con el biografiado, “el hombre que durante la segunda parte de su larga vida se convirtió en el autor más influyente de la literatura alemana”. Así empieza el texto, con ese tono que siempre me pareció un atributo de la prosa de De Quincey. Un tono del que es difícil determinar si está hablando en serio o hay en él un tipo de ironía que puede pasar por inconsciente, o que se burla sin que nadie pueda acusarlo de hacerlo. Ese elogio a Goethe, escrito pocos años después de su muerte, se destaca más por lo que le retacea que por lo que le concede: De Quincey no lo describe como un genio inmortal, sino que deja entrever que su fama fue una especie de accidente que no ha de acompañarlo por mucho tiempo en la otra vida. Sin embargo, no deja de formular un hecho indiscutible que conlleva al menos cierto mérito.

Unas páginas más adelante, De Quincey se ocupa de un episodio que Goethe narra en sus memorias, el alojamiento en su casa natal del conde Thorane, un alto oficial francés, a raíz de la ocupación de Frankfurt durante la Guerra de los Siete Años. El padre de Goethe se siente ofendido por la presencia de su huésped y se atreve a gritarle que desearía verlo arder en el infierno, lo cual provoca su arresto y por poco su ejecución. De Quincey agrega un pasaje encantador por lo vitriólico: “Goethe se toma el trabajo de transcribir un diálogo entre el intérprete y el conde cuya extensión y aburrimiento son absolutamente indescriptibles”. Nadie se atrevería hoy a escribir algo así de un escritor famoso en la Británica, en la Wikipedia o en ninguna parte que se tenga por respetable. Pero lo mejor es el remate, que se deduce precisamente del insoportable nivel de detalle de la anécdota: “Podemos estar seguros de que ese diálogo jamás se llevó a cabo”.

De Quincey va encaminando la deliciosa demolición del vate con apuntes como ese. Hacia el final, lo descuartiza sin perder la calma ni la aparente ecuanimidad, como cuando reconoce que Goethe se acerca al teatro griego pero, haciendo uso de la acepción más concreta de la palabra “cercanía”, comenta que “si se ubica en la segunda fila, está más cerca de la tercera que de la primera”. Finalmente, hace un pronóstico que no se ha cumplido: “La reputación de Goethe deberá caer todavía un poco más durante un par de generaciones hasta alcanzar su justa medida” y una afirmación que parece a todas luces falsa: que “en Alemania casi no se leen sus libros, y aquí menos”, aunque me pregunto, solo para ser solidario con De Quincey, quién lee hoy a Goethe por fuera del sistema escolar.

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De Quincey tuvo una vida azarosa, signada por la adicción al opio, la mala salud y las angustias económicas, contra las que solo podía defenderse escribiendo como un conejo. Por eso, cuando dice que el talante moral de Goethe, su sana alegría y su respeto por los demás son consecuencia directa de su prosperidad y que una vida difícil lo hubiera vuelto un cascarrabias como el padre, está haciendo algo más que proyectar su infortunio: está sugiriendo que existe una irreconciliable lucha de clases entre los escritores afortunados y los infelices.