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La guerra adentro

En la proa habita una cocina diminuta. El lugar parece dividido por cortinas de terciopelo rojo oscuro, desde el piso hasta el cielo raso, separando así el dormitorio del resto. Más allá, en la popa, hay un cuarto de baño.

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| marta toledo

Entrelazado con el friso que administra el atardecer fresco, tironeado por una elástica trenza húmeda etcétera, marcha imantado por el camino de sirga junto al canal que conduce a la casa flotante que yace detrás de un tiesto de helechos. La inflamación de la cara ha cedido y los intestinos otra vez junto a la normalidad; desafiantes pelos castigan la frente con sus dedos de púas. Tiene puesto lo de siempre –buzo gris y jeans azules, brotes de grasa sobre las rodillas– y carga dos bolsas repletas con sus comestibles favoritos. El suburbio isleño es tranquilo y pacífico, si detenés por un momento la respiración se pueden escuchar los sermones de las ranas. El ruido estridente del centro sólo llega desvaídamente a través de una ancha faja de agua. El río angosto, calmo, caldoso, golpea contra las viviendas oscilantes alineadas en la ribera con la intensidad de un susurro. Los barcos, de todas las formas y tamaños, pintados alegremente y adornados con lujo, ofrecen una hermosa vista con los últimos rayos de sol. La casa de Sebastián lleva por nombre Fénix; es más pequeña y está amueblada de manera más sobria que la mayoría. Una planchada conduce desde la entrada hasta la cubierta superior que recibe la brisa, sí, a la vez está protegida del sol por un toldo a rayas verdes y blancas.

De súbito trepa a la casa-barco y en un solo movimiento desciende por la escalerilla hacia la sala principal que está repleta de muebles: sillas, costosos divanes, mesas con marquetería y armarios nutridos de chucherías. En la proa habita una cocina diminuta. El lugar parece dividido por cortinas de terciopelo rojo oscuro, desde el piso hasta el cielo raso, separando así el dormitorio del resto. Más allá, en la popa, hay un cuarto de baño. Al pasar por el rincón junto a la ventana, Yuri deja caer la humanidad sobre un almohadón verde lima, se quita los zapatos para dedicarse a los dedos de los pies. Resulta extraordinario ver su aspecto tan desdeñado. El buzo gris mugre, rostro ojeroso, con expresión de cansancio, para colmo no se ha peinado. (En algo más de media hora, luego de otra discusión relámpago, irá a ducharse. Volverá a lucir el mismo envoltorio.)

La historia cercana de Yuri es una de las tantas que riegan los segmentos sensibles de los informativos dominicales en Europa. Resumo: huyó de la guerra en busca de un presente mejor (cursi); en Dnipro quedaron su hermano (mayor que él), los dos sobrinos y su madre; hoy planta gorro y guitarra en las afueras de la Iglesia Azul, por monedas enhebra un puñado de acordes. Yuri no sabe tocar la guitarra, pero algo tiene que hacer para colmar las bolsas. Mi amigo Sebastián, que vive en Suiza desde hace tres décadas, frecuentó a Yuri al tiempo que estiraba el deseo una vez al mes para cortejar a la ucraniana que conoció durante un trekking en Nepal; aquella relación no prosperó, pero sí la amistad entre Sebastián y Yuri que dejó su ciudad para anidar por un tiempo aquí, en esta casa-bote anclada en el Danubio, a casi 20 kilómetros de Bratislava.

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Con Yuri nos caímos mal, pésimo, apenas cruzamos miradas, sin siquiera mediar palabra. Lo supimos enseguida, y lo resolvimos como adultos. Yo sé que me quedaré aquí por solo doce días más, puedo soportarlo; desconozco los planes del ucraniano, supongo que querrá dilatar la estancia lo máximo posible (guitarra-buzo-jeans, no siempre en ese orden), lejos de la guerra, de la familia, para acostumbrarse, por qué no, a vivir de prestado en la habitación grande de una casa flotante.