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La filosofía como delicia

El libro está hecho de textos breves, a razón de uno por página salvo las cinco últimas.

16-4-2023-Logo Perfil
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Cuando los martes a la mañana me pongo a escribir esta columna y no tengo mucha idea sobre lo que va a ocurrir con ella, suena el timbre y me entregan un libro. Ya hablé alguna vez de este extraño fenómeno que hoy volvió a ocurrir. Esta vez el cartero vino temprano y tuvo que llamar dos veces para despertarme. El sobre era muy liviano y supuse que el libro era pequeño. Lo era efectivamente y se trataba de Lo que he visto, oído y aprendido..., de Giorgio Agamben. En la contratapa dice que “no se parece a ninguno de los que el autor ha publicado hasta ahora y que “son últimas o penúltimas palabras, escritas a toda prisa, como quien toma notas para su testamento, pero al final se da cuenta de que no tiene herederos”, una declaración de (acaso falsa) modestia que parece provenir directamente del autor. El libro está hecho de textos breves, a razón de uno por página salvo las cinco últimas en las que Agamben habla del origen y el sentido de su escritura.

Agamben es uno de filósofos a los que nunca pude leer (que son la inmensa mayoría), pero tengo por él una simpatía reciente, del tiempo del covid, cuando se alzó contra el disparatado confinamiento que ordenaron las autoridades italianas y calificó la medida como un perfecto ejemplo del estado de excepción contemporáneo que denunció en sus obras. Se suponía que Agamben era un filósofo de izquierda y la izquierda salió a repudiarlo acusándolo de ser un negacionista y terraplanista que se había vuelto gagá. Así que, más allá de mi ignorancia sobre su obra en general, me puse a leer el librito y me pareció buenísimo. Desde el panteísmo que Agamben aprendió entre otros de Spinoza, Agamben recorre lo que las religiones tienen de ligero y de tolerante. Así, llega a decir que los Evangelios son en realidad una comedia, un relato simpático, que los teólogos cristianos tomaron por una tragedia y llenaron de dogmas.

Los aforismos de Agamben son casi siempre paradójicos, tienen un agradable sabor a zen. Por ejemplo, dice que aprendió de Kafka “que hay salvación, pero no para nosotros; esto es, que nos salvamos solo cuando ya no nos importa salvarnos”. Agamben lleva la contradicción al corazón del ser. Este fragmento, por ejemplo, es hermoso y habla sin nombrarlo de Heidegger, a quien reconoce y refuta: “Aprendí de Lucrecio que los dioses viven en un intermundo, en un intersticio entre las cosas, que el buen dios no habita solo en el detalle, sino, ante todo, en el delgado pasaje que separa cada cosa de si misma. Y que el arte de vivir y de hacerse divinos implica la capacidad de habitar no solo la casa, sino el umbral, no el centro sino el margen: de interesarse, en suma, no en la santidad sino la aureola”. Lo mismo que éste (y muchos otros): “Si haces de la ficción tu única realidad, entonces encuentras la certeza, pero pierdes la esperanza”. Hay una palabra que no figura en Lo que he visto... y ésta es “libertad”. Pero no hay nada que vaya más de suyo en estos pensamientos que incluyen la declaración de que en París aprendió que la religión más intolerante es el laicismo.

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Dice Agamben que de los italianos de su tiempo aprendió la distracción. “No he encontrado en ellos atención”. Italiano era, sin embargo, Antonio Porchia y este libro es algo así como una versión muy refinada de sus Voces.