COLUMNISTAS
adelantos

La eternidad de la moda

A fin del año pasado, Natalia Oreiro subió al escenario de los Martín Fierro de la moda con una suerte de cota de malla medieval que le quedaba hermosa. En el discurso de agradecimiento (lógicamente fue galardonada) caracterizó esta actividad como algo más trascendente de lo que se cree a nivel popular. Una idea compartida desde siempre por diseñadores, modelos, fotógrafos y críticos, pero que, en una época globalizada como la nuestra, se hace más difícil de confirmar porque todo es visualmente más homogéneo. Resulta más complicado detectar la pertenencia cultural de un modo de vestir o deducir cuál es la nacionalidad de una persona a partir de lo que usa. Tampoco las distinciones de clase, anteriormente más protocolizadas a partir de telas, cortes y confecciones, saltan a la vista rápidamente, gracias a la puesta en valor de la comodidad y a un mercado de imitaciones en expansión constante. Con buen ojo, Jean-Luc Godard advirtió, enojado, ya a principios de los 60, que se habían impuesto las camisas con gemelos entre los obreros a fin de “hacerlos sentir como Luis XVI”, como compensación superflua y fantasiosa de la paulatina desintegración de los derechos laborales.

Los gemelos proletarios cayeron en el olvido (aunque pueden volver, como la cota de malla) tapados por otros uniformes, desde los hechos con alfileres y cuero por los punks en los 70, hasta las apeluchadas paletas arcoíris de hoy, pero la operación es similar. “La moda establece pertenencia, distinción, competencia”, dice nuestra socióloga de la moda Susana Saulquin. “Es una de sus raíces: competir con el otro a través de la apariencia”, recordándonos la relación histórica –y vigente– entre ropa, poder, colonialismo y política (por eso no hay nada más yanqui que un jean)”.

Ahora, mientras las pérdidas que lamentaba Godard persisten y somos llamados a volvernos austeros desde las gobernanzas a fin “de mejorar el mundo”, la precarización cruza casi todos los campos, de la música a la plástica, del cine a la literatura, y toca a la moda que, para algunos de nosotros, como para Oreiro, califica como arte. Ni siquiera es necesario ir a los nefastos sistemas de producción que grandes marcas establecen en el Tercer Mundo porque, incluso en los grandes encuentros del rubro, como el Paris Fashion Week, los aspectos creativos se deslucen en entretelones marcados por la explotación de empleados y el ahorro de presupuesto en áreas centrales. Pero, históricamente agenciada como su capital, la ciudad por la que las modelos internacionales tienen que hacer pie para consagrarse (como nuestra preciosa Mica Argañaraz) mantiene algunos usos que la ponen por encima de otros lugares. Alcanza con caminar por la calle para constatar la preocupación parisina por trajearse bien y la magnitud del negocio, amén de la fuerte presencia en museos, que exhiben desde trajes de época, hasta herramientas utilizadas en la manufactura. Hasta mitad de año, el Louvre, sin ir más lejos, dedica al tema una muestra. La impresionante cantidad de tiendas con propuestas innovadoras para todos los bolsillos, talleres, lencerías, ferias de usados y showrooms se espeja en sus habitantes, guardianes de lo que posicionó a la moda como algo estrechamente ligado a la identidad de todo el país. Por más trillado que suene, París marca tendencia. Ni siquiera la inmediatez de internet pudo jaquear su aptitud para adelantarse.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

El traje de Oreiro conecta con esto porque remite a los tiempos de los hugonotes, cuando Francia formaliza su centenaria historia de exportación fashionística. Muchas versiones dicen que la palabra fashion viene del latín, como facticio o factura, pero hay otra que, a mi paladar, es más convincente. Ya en las guerras de religión del siglo XVI, faltos de otros bienes, los católicos franceses pagaban tributo a los ingleses protestantes con nuevos modelitos, entre los que destacó un abrigo estrecho que rompió con las prendas amplias del pasado y la diferencia, hasta ese entonces imprecisa, entre el vestir de hombres y mujeres. Por pegarse al cuerpo, hablaban de una prenda hecha à la façon. Los ingleses anglificaron el término y quedó el fashion que usamos hasta hoy.

Politizada o artística, linda o fea, hija del latín, del francés “del aire, del sol, del vino o de la cerveza”, la moda se trasciende a sí misma con los siglos, reflejándonos. Es cualquier cosa, menos pasajera.