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opinión

La disyuntiva del tonto

Difundir un libro valioso, la mejor oportunidad para acercarse al mejor de todos los críticos de cine que hayan existido.

Me da vergüenza contar esto pero en el fondo es por una buena causa. En esta historia, si cierta afirmación resulta verdadera, quedo como un tonto. Pero si resulta falsa, también quedo como un tonto. La editorial Monte Hermoso, que dirigen las hermanas Carla y Cecilia Nuin, acaba de traducir Notas selectas, una recopilación de artículos de Luc Moullet, cineasta y crítico cinematográfico nacido en 1937, por quien profeso una gran admiración como cineasta y como crítico. Moullet escribió en los mitológicos Cahiers du cinéma amarillos y fue parte de la no menos mitológica Nouvelle Vague, aunque tuvo menos éxito que sus colegas más famosos. Tanto que una de sus películas, Le prestige de la mort (2006), trata sobre un cineasta (interpretado por el propio Moullet) que finge su muerte para que la prensa le dedique al menos un obituario decente. Pero ese mismo día muere Godard y todos los diarios se ocupan de Godard. El humor negro es parte del repertorio de Moullet, pero también lo es el humor blanco: su cortometraje Ensayo de apertura, en el que un personaje (también interpretado por Moullet) intenta abrir una botella de Coca-Cola utilizando los procedimientos más absurdos, es de los más desopilantes que se hayan filmado. Moullet también utiliza el humor verde, el rojo, el gris y el de otros colores, tanto en sus comedias como en sus extraordinarios documentales, así como en sus artículos sobre cine escritos a lo largo de setenta años.

Cecilia Nuin lo tradujo del original francés y me pidió que revisara los datos cinematográficos, una tarea fácil si se ignoran mis errores, además de bien paga. Pero me llevé una sorpresa cuando vi que esta edición, que termina con un breve obituario de Godard, empieza diciendo: “Este libro es para Quintín”. A Moullet lo había visto una vez en mi vida. Fue en ocasión de una retrospectiva que le dedicó el Bafici en 2016, cuando le hice una entrevista frente a los alumnos de la FUC. Cuando terminó, me dio vergüenza invitarlo a tomar un café. Por eso me sorprendí tanto por la dedicatoria, pero me dio vergüenza preguntarle si yo era ese Quintín. Le pregunté en cambio a Nuin y me juró que sí, pero acá viene la disyuntiva fatal. Si el Quintín de la dedicatoria es otro, quedo como un tonto por haber pensado que el libro me está dedicado. Si soy yo, quedo como un tonto que se anda pavoneando porque el gran Moullet le dedicó un libro. No hay salida de este encierro.

De todos modos, como dije al principio, hay una buena causa de por medio: difundir un libro valioso, la mejor oportunidad para acercarse al mejor de todos los críticos de cine que hayan existido. No solo porque es un placer leer a Moullet para disfrutar de su humor, de su ingenio y de su erudición, de sus elogios profundos y de sus defenestraciones despiadadas, sino porque tal vez sea el único entre sus colegas que comprendió cabalmente que la crítica, al menos la de cine, es una actividad que se ejerce desnudo, sin la ayuda de una teoría ni de un método, y que cada película que vale la pena obliga a la reformulación de la idea del cine. La desnudez es doble: la del crítico, pero también la del propio cine, una actividad abstrusa, sin claves preestablecidas, y que invita a ser eternamente descubierta. Por eso, entre otras cosas, Moullet es imprescindible.

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