“¡Vaya por Dios, un nuevo motín!”, se lamentaba Luis Capeto en medio de la Gran Revolución Francesa, mientras uno de sus duques replicaba: “No señor, esto es una revolución”.
La tergiversación del verdadero carácter de las irrupciones populares o la apelación a la amenaza destituyente son clásicos de los gobiernos en crisis. Fue la respuesta de manual a la concentración del miércoles 12/03 que aglutinó a jubilados y jubiladas que se manifiestan todas las semanas junto a hinchas de diferentes clubes de fútbol, trabajadores, estudiantes, desocupados o precarizados. Muchos de los perdedores del plan de guerra social y económica que lleva adelante el gobierno de Javier Milei y su Estado Mayor Conjunto.
Patricia Bullrich aseguró que la marcha fue un intento de “golpe de Estado” y hasta denunció penalmente a los presuntos organizadores. Los poderosos aparatos comunicacionales aliados al oficialismo y las patotas digitales salieron a disputar la opinión pública con esa acusación floja de papeles. Un burdo intento de “editar” la realidad que se hunde en las aguas turbias de su propia inconsistencia.
El discurso “contra la casta” dio paso al relato policial y confirma la pérdida de ascendencia política que perciben en el corazón del mileísmo desde el escándalo de la criptoestafa. Reducir la impactante manifestación social y política con eje en la defensa de los adultos mayores a una movida destituyente de “barras bravas”, “intendentes” y “militantes pagos” no es sólo una gran “fake news” transformada en narrativa de Estado, sino también una lectura excesivamente torpe de la realidad.
En la fauna de la derecha argentina, Bullrich integra una de las pocas especies que tropieza mil veces con la misma piedra. Con un relato grotesco similar respondió en diciembre de 2017 (luego de las movilizaciones contra la reforma previsional de Mauricio Macri) cuando 1.500 efectivos entre policías federales, gendarmes y prefectos desataron aquel festival de garrote, gases y balas que alimentó la revuelta. El saldo de aquellos días intensos fue de unas doscientas personas heridas y 114 detenidos (casi la misma cantidad que el miércoles pasado). La cháchara sobre el “golpe de Estado”, la “intentona destituyente” y las “catorce toneladas de piedras” también inundó las emisoras del periodismo oficialista y era repetida hasta el hartazgo por el macrismo crepuscular. No sirvió de nada, aquellas jornadas marcaron el principio del fin de la olvidable administración amarilla.
En esta ocasión, dos imágenes potentes destrozaron el relato oficial: una jubilada de 87 años que estaba en la esquina del Congreso se desplomó contra el piso golpeándose la nuca luego de que un policía del tamaño de un oso le pegara un garrotazo en la cabeza. La otra imagen fue la de Pablo Grillo, el fotógrafo que recibió el impacto de un proyectil de gas lacrimógeno. Los policías usaron las cápsulas de gas como armas letales porque apuntaron a la cabeza o al cuerpo de los manifestantes violando cualquier protocolo (nacional o internacional) en el uso de ese tipo de armamento. Pablo sufrió fractura de cráneo y pérdida de masa encefálica, fue intervenido de urgencia y su pronóstico es reservado.
La realidad es que la represión feroz no respondió a ningún intento de “golpe de Estado” sino a una movilización que no se amedrentó ante la provocación represiva. Resurgieron cánticos que anidan en las diferentes capas de la memoria popular como el clásico “Que se vayan todos, que no quede ni uno solo”. Resucitaron métodos de resistencia callejera como el que se vio a la hora del repliegue cuando se armaron barricadas con los contáiner de basura o cuando un colectivo se estacionó en el medio de la calle para impedir el avance de la Policía. No hubo huida desesperada y la simpatía de los comerciantes o laburantes de la zona se percibía en el ambiente.
Por la noche se volvió a escuchar el ruido maldito del país burgués: cacerolazos en muchos barrios de la Ciudad y de la provincia de Buenos Aires. Aunque quizá lo más destacado fue el apoyo de los automovilistas que acompañaban a bocinazo limpio.
Sólo en las mentes delirantes y afiebradamente conspiranoicas de Bullrich o de Milei todo ese cuadro de malestar popular puede configurar un intento golpista.
La verdadera tentativa “golpista” en cuotas la viene llevando adelante el Gobierno: con una avanzada contra derechos democráticos elementales, que en el último tiempo incluyó decretazos que pasa por encima de un mínimo debate público; la regimentación y represión ilegal de la protesta que viola el derecho constitucional a la manifestación; el nombramiento (también por decreto) de jueces afines en la Corte Suprema de Justicia y apretadas como la que hizo el ministro Mariano Cúneo Libarona a la jueza que ordenó liberar a los detenidos en la represión del miércoles; la destrucción del sistema de medios públicos (empezando por la agencia Télam) y la alianza con los aparatos comunicacionales para construir una realidad paralela, basada en el discurso oficial o el uso y abuso de la información concentrada de la vieja AFIP (actual ARCA) ensamblada con la SIDE para operar sobre opositores a través del escrachismo digital y la persecución política.
Sin embargo, aunque este giro “cesarista” pretenda dar señales de fortaleza, en realidad, muestra debilidad. La historia enseña que cuando se apela a la coerción y a la fuerza se debe a que se percibe la falta de consenso.
La fragilidad se manifiesta en una serie de derrotas que viene sufriendo el Gobierno y que se acrecientan desde la papa caliente del criptogate: el quorum alcanzado en la Cámara de Diputados para tratar la conformación de una Comisión Investigadora de la estafa de $Libra (sesión que fue levantada abruptamente por Martín Menem) o el posible revés que sufrirían los pliegos de Ariel Lijo y Manuel García-Mansilla en el Senado son la expresión parlamentaria del momento adverso. La masiva movilización que impuso el tema de los jubilados en el centro de la escena (así como el repudio a la represión) o el paro que tuvo que terminar convocando tardíamente la CGT son otras expresiones de la bronca social creciente.
Todo mientras el Fondo Monetario Internacional demora el acuerdo para el envío de dólares que el Gobierno necesita con urgencia. La burocracia del organismo tiene la mirada cada vez más estrábica: con un ojo mira la sonrisa falsa y la tranquilidad impostada que quiere mostrar Luis “Toto” Caputo y con el otro observa que el escándalo de $Libra no desaparece, mientras las calles de un país con una extensa tradición de crisis y estallidos vuelven a ponerse inquietas.
Aunque quizá el mayor revés de Milei y el experimento libertariano sea moral y se manifieste en la des-moralización de los trolls que le sacan chispas a los teclados para tuitear rabiosamente y no logran retomar el control de la agenda o se exprese en los rostros desencajados (primero de Milei, luego de Bullrich) cuando tienen que salir a explicarse encima en el país en el cual el que explica… pierde.