En las vísperas de un nuevo aniversario del golpe militar de 1976 y frente a un gobierno que retoma a pleno el programa económico del Proceso, podemos esbozar algunas enseñanzas de la memoria.
Esta especie de autoritarismo plebiscitario que el gobierno de Javier Milei pretende instaurar puede ser calificado como la etapa superior del largo itinerario de la democracia de la derrota. El espectáculo que tuvo lugar en la Cámara de Diputados esta semana fue una muestra contundente: una minoría de una sola cámara se redujo a “endosar” un cheque en blanco para que el ministro Luis Caputo vuelva a entregar el país al Fondo Monetario Internacional con un eventual acuerdo del que se desconocen todas las condiciones.
Desde que el engendro libertariano llegó al poder, no pocos se preguntan por las razones de la crisis de la democracia, la degradación del debate político y la decadencia de las instituciones republicanas. Todo acompañado por la disgregación de la representación política y el estallido de los partidos tradicionales.
Es evidente que esto no comenzó en 2023 y que Milei y su runfla de rufianes no nacieron de un repollo. Son el producto –entre otras razones– de una larga agonía que puede remontarse al país legado por la dictadura que, pese a rupturas y vaivenes, tuvo demasiadas continuidades.
Existe una línea de ensayistas e intelectuales que colocaron el acento en esas continuidades y desde esa perspectiva no solo matizaron el balance del Proceso, sino que pensaron sus marcas en el presente.
Un siempre impertinente y provocador Rodolfo Fogwill alguna vez afirmó que Raúl Alfonsín fue la segunda etapa del Proceso; Carlos Menem, la tercera; su reelección, la cuarta; y Fernando de la Rúa, la quinta”. Evidentemente, el escritor argentino era demasiado sagaz como para ser acusado de poner un signo igual entre democracia y dictadura. En realidad, buscaba dejar expuesta la exitosa operación que había transformado a la Argentina de clases en la Argentina de ciudadanos y que tuvo en Alfonsín y en la sociedad “alfonsinizada” a una oscura consumación del Proceso.
¿En qué sentido? En el sentido de que los pilares macroeconómicos y la transformación social regresiva del país no fueron revertidos por ninguno de los gobiernos de la democracia. Es más, algunos llevaron hasta el paroxismo esos lineamientos diseñados por los gurúes económicos de los militares genocidas. Por eso en los años 90, cuando comenzaron los roces entre Menem y Domingo Cavallo, circulaba una humorada que aseguraba que su pelea pasaba por ver quién era “el padre del modelo” porque el abuelo estaba más que claro: José Alfredo Martínez de Hoz.
Cualquiera que haya leído el renombrado Diario de una temporada en el quinto piso, el libro en el que Juan Carlos Torre narra sus recuerdos de los años como asesor en el equipo económico de Alfonsín, se da cuenta de que es la historia de una impotencia: una administración que consideraba que correrse un ápice de los mandatos del FMI podía poner en riesgo a la democracia misma y provocar el retorno de los años del horror. Una extorsión permanente y a cielo abierto para que la sociedad argentina acepte un principio thatcherista: There is no alternative.
El ensayo La democracia de la derrota fue publicado por Alejandro Horowicz, como prólogo a la edición de 1991 de su clásico Los cuatro peronismos. Allí buscaba dar cuenta, entre otros aspectos, de lo que había significado la dictadura desde el punto de vista de desterrar la voluntad de transformación revolucionaria de la sociedad, así como de la continuidad del poder económico que la sustentó. Algunas cifras muestran el tamaño de la contrarrevolución social que se consumó a través de la masacre política: entre 1976 y 1982 la clase obrera industrial vio reducida su presencia en el aparato productivo en 300 mil plazas (una merma del quince por ciento del total). El salario retrocedió entre un cuarenta y un sesenta por ciento con relación al de 1974. Y en el mismo período se produjo una reconversión industrial y una concentración económico-financiera sin parangón en la historia argentina.
En su descomunal Almirante Cero, la biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera, Claudio Uriarte describe el carácter más profundo de la derrota: “La verdad era que los años del Proceso habían suprimido de cuajo toda expectativa revolucionaria en la sociedad argentina y habían instaurado un dispositivo por el cual la lucha se identificaba con la derrota, y la derrota con la tortura y con la muerte”. La consecuencia en el terreno de la lucha por la memoria fue que el lugar del combatiente fue ocupado por la víctima y el énfasis recayó más en la rememoración que en la intelección del pasado.
Por la misma razón Uriarte pensaba que el Juicio a las Juntas era el costo personal que sufrían los jerarcas militares por la desobediencia y la pretendida autonomía que condujo a la aventura de Malvinas, después del triunfo en el genocidio y la cacería. El juicio a los procesistas, a la vez que un resultado de la movilización popular contra la dictadura, fue una vía para obturar el juicio al Proceso y especialmente a los dueños del país que fueron sus beneficiarios finales. Por este motivo, salvo contadas excepciones, los juicios se detuvieron en las puertas de la clase que pidió, organizó, avaló y financió a la dictadura militar.
El 2001 impuso una reversión parcial y nuevas condiciones para la lucha social y política, pero la anatomía del país reformateado con la impronta neoliberal no varió en esencia. El resultado es la sociedad que tenemos hoy, con la profundización de la flexibilización del trabajo, la extensión del precariado, con viejos que llegaron a un futuro que no está y jóvenes que no tienen futuro hacia el cual ir.
La cuestión de la dictadura no es una historia antigua, porque sus consecuencias viven en la sociedad del presente y porque impusieron las coordenadas sobre las que marchó hasta hoy la “democracia de la derrota”. El bochorno de la Cámara de Diputados avalando “a ciegas” un DNU para un nuevo endeudamiento eterno demostró que es cada vez menos democrática y cada vez más derrotada.
Sin embargo, el sometimiento de la “casta” no es sinónimo de obediencia de la sociedad argentina. Milei (y gran parte del sistema político) está convencido de que es la encarnación de una nueva era, pero antes que el primer representante de lo nuevo, es el último mohicano de lo viejo. En el mismo momento en el que el sistema político fue nuevamente al rescate del precario proyecto de La Libertad Avanza comenzó un proceso de escisión detonado por el eslabón más débil (los adultos mayores) que quizá vuelva a interpelar al pasado para pensar otro futuro.