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Juvenilia II

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Salíamos de la escuela de verdad y pasábamos a una escuela de ficción. Era así: dejábamos por ese día las aulas, el patio del recreo, el pizarrón, el polvo de las tizas, dejábamos a los compañeros y a la maestra del grado, y en casa nos esperaba aquel viejo invento: la televisión. Y en la televisión, un programa en particular: Jacinta Pichimahuida. Es marca generacional, pero de más de una generación, porque el programa duró muchos años y hasta tuvo etapas distintas.

Me sigo preguntando (se ve que el asunto me importa) por el lugar que en el ámbito escolar se les concede a las dificultades, qué pasa cuando aparecen, qué se hace o no se hace con ellas. ¿Se las busca premeditadamente o, por el contrario, se las evita, así como en general uno evita meterse en problemas? ¿Pero acaso no se llamaban así: problemas, aquellos ejercicios de matemáticas? ¿La cosa no consistía en eso, en meterse en problemas para después intentar salir, como pequeños Houdinis de los números? Si surge una dificultad, ¿cómo se la siente? ¿Como un estímulo y un desafío, que por ende hay que abordar, o como una amenaza de frustración personal, que por ende hay que allanar o por ende hay que suprimir?

Aseguran los especialistas en educación que hay actualmente severas dificultades para alcanzar, tanto en primaria como en secundaria, niveles básicos de comprensión de textos (me consta que así sucede, en especial en quienes, por arrebato de su agresividad consustancial, se precipitan a comentarlos); sostienen que el espectro lexical se va estrechando, que la complejidad sintáctica aturde (me consta que hay quienes se ofuscan ante la sola aparición de “palabras difíciles”: los pone mal). Me pregunto por el dar a leer en el ámbito escolar: si se eligen textos exigentes, incluso arduos, que reclaman y promueven destrezas lectoras, o se prefieren textos más amables y accesibles, que aseguren una satisfacción inmediata a fuerza de complacencia.

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Pensando en eso me acordé de Jacinta Pichimahuida. Y entre sus personajes, de Palmiro Caballasca. Y de Palmiro Caballasca, su frase emblemática, que traspasó, como ocurre a veces, al habla general: “Me hirve la cabeza”. Lo decía y se la agarraba, y el tropiezo en la conjugación verbal daba cuenta de ese hervor. Palmiro no era el vago ni era el traga, era el chico al que le costaba. Parecía un antihéroe, hoy lo pienso exactamente al revés. Es cierto que, de algún modo, ofrecía un espectáculo risible; no por eso, sin embargo, dejaba de exponer un esfuerzo: un esfuerzo mental o intelectual. ¿Y quién no tiene, tarde un temprano, más acá o más allá, un punto en el que algo le cuesta? Eludirlo con fingido desdén, haciéndose el banana o el cínico, y jugarla de canchero despectivo; o eliminarlo para apaciguar eventuales angustias o contrariedades: hoy por hoy son prácticas frecuentes. El esfuerzo intelectual se desluce, como si fuese un asunto de pocos.

Me pregunto por lo tanto si no es momento de volver a Palmiro Caballasca, de fijarse un poco en él.