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La izquierda y Venezuela

Nicolás Maduro
Nicolás Maduro asegura que triufó en las elecciones venezolanas pero no entrega las actas. | Pablo Temes

Fundador del Partido Socialista Peruano y de la Confederación General del Trabajo de Perú, José Carlos Mariátegui, “el más grande filósofo marxista latinoamericano” según lo definió José Pablo Feinmann, sintetizó la búsqueda incansable que la izquierda siempre debería emprender para renovarse constantemente y, de esa forma, continuar inalterable en su capacidad de rebeldía y de transgresión. Para alcanzar ese ideal, Mariátegui proponía una crítica permanente para la izquierda, surgida desde la izquierda y como condición necesaria para que la izquierda permanezca inquebrantable.

Prontamente en 1928, en su célebre Aniversario y balance, Mariátegui exigía revitalización para impular el rumbo: “’Nueva generación’, ‘nuevo espíritu’, ‘nueva sensibilidad’, todos estos términos han envejecido. Lo mismo hay que decir de otros rótulos, como ‘vanguardia’, ‘izquierda’, ‘renovación’. Fueron nuevos y buenos en su hora. Nos hemos servido de ellos para establecer demarcaciones provisionales, por razones contingentes de topografía y orientación. Hoy resultan ya demasiado genéricos y anfibológicos. Bajo estos rótulos, empiezan a pasar gruesos contrabandos. La nueva generación no será efectivamente nueva sino en la medida en que sepa ser, en fin, adulta, creadora”.

Es necesario reparar en aquella histórica proclama de Mariátegui para develar los misterios –“contrabandos” diría el gran intelectual peruano–, que aquejan a un amplio espectro de la izquierda latinoamericana por estas horas tan difíciles, cuando es momento de analizar al chavismo, o mejor dicho, la deriva autoritaria que Nicolás Maduro le impuso al movimiento creado por Hugo Chávez. ¿Por qué es tan difícil para la izquierda ser “adulta, creadora”, en términos de Mariátegui, cuando de Venezuela se trata? O, para ser más concisos, ¿por qué un sector de la izquierda deja de ser de izquierda cuando la lupa se centra sobre la oscura realidad venezolana?

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La represión es siempre represión, sobre todo, cuando son militares los que asechan a una movilización masiva, política y civil en democracia. De eso, la izquierda nunca duda. Salvo en Venezuela. ¿Es posible, entonces, ser de izquierda sin cuestionar la brutal violencia estatal (y para estatal) que esta semana ha dejado más de una docena de muertos en Caracas? ¿Se puede ser de izquierda cuando son trabajadores y estudiantes los que reciben todo tipo de abusos de uniformados y, a la vez, acallar el rechazo contra esa represión?

Las elecciones en Venezuela siempre fueron transparentes, más allá de algún cuestionamiento opositor que no podía poner en cuestión el escrutinio definitivo. De esa forma, Chávez se impuso a través de las urnas durante décadas y despejó interrogantes sobre la legitimidad de su hegemonía política. Pero Maduro se ha proclamado ahora presidente por tercer mandato consecutivo sin ofrecer ni siquiera una prueba clara y tangible sobre su supuesto triunfo. En ese contexto, tan solo un puñado de países (China, Rusia, Irán, Siria, Bielorrusia, Cuba y Nicaragua) respaldaron a Maduro. Son regímenes, hay que decirlo, de dudosa procedencia democrática. ¿Cómo se acompaña, entonces, desde la izquierda a un gobierno que a partir del domingo pasado solamente se sostiene en la lúgubre legalidad que se erige a través de un fraude?

Y aunque Estados Unidos impone sanciones comerciales a Venezuela desde 2018, algo que claramente es obligación de condenar desde la izquierda, la economía venezolana viene en declive desde hace más de una década, porque después de una importante bonanza de casi 15 años, cayó en picada en los últimos 12 años, y aunque en los últimos dos años ha mostrado algunos síntomas de recuperación, los desafíos son monumentales. En ese duro contexto, la pobreza multidimensional registrada por la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Enovi), vinculada no solo a los ingresos, sino también a las condiciones reales de vida, como el acceso a la vivienda, los servicios públicos, la protección social, el trabajo y la educación, sostuvo que el año pasado la pobreza alcanzó el récord de 82,4%. ¿Es posible ser de izquierda sin reconocer que son amplios sectores populares los que más sufren en una Venezuela sumergida desde hace décadas en un dramático espiral inflacionario, y en una economía que ahora se ha dolarizado, para encarecer aún más las condiciones básicas de vida de los más necesitados?

¿Por qué algunos dejan de ser de izquierda cuando de Venezuela se trata?

En Venezuela, ensayo sobre la descomposición, José Natanson sostiene que de todos los gobiernos de izquierda que pasaron por América Latina en los últimos años, el de Venezuela es el único que intentó llevar adelante el cambio más radical pero, a la vez, es también el ejemplo “que fracasó más radicalmente”. Para demostrarlo, Natanson da cuenta del proceso de declive de la Revolución Bolivariana, enfocado desde diferentes ángulos: una crisis económica inédita en la historia del capitalismo, que redujo el PBI a un cuarto de lo que era y expulsó a siete millones de personas a un doloroso exilio; una catástrofe social, que convirtió al país del Socialismo del Siglo XXI en uno de los más desiguales de la región; y un giro autoritario que mostró su máxima expresión en estos violentos días.

Politólogo, periodista y director de Le Monde Diplomatique, Natanson también demuestra en este valiente ensayo –que no fue escrito desde la derecha–, cómo las distintas expresiones de las Fuerzas Armadas venezolanas han logrado favorecerse de un Estado prebendario para cooptar en los últimos años millonarios negocios vinculados al petróleo, que fueron adjudicados de manera espúrea y se mantienen bajo un turbio y estricto control, alejado de la necesidad de rendir cualquier tipo de cuentas y fiscalización. Militares y corrupción. ¿Es posible que alguien de izquierda pueda justificar semejante alquimia inmoral?

Son momentos cruciales para la izquierda latinoamericana, está dicho. Pero mientras algunos líderes de izquierda permanecieron en silencio durante largos y amargos días (el brasileño Lula da Silva, la argentina Cristina Kirchner, el colombiano Gustavo Petro) y otros trastabillaron (el mexicano Manuel Andrés López Obrador, el boliviano Evo Morales), hubo una voz que se diferenció para cuestionar a la izquierda desde la izquierda: el chileno Gabriel Boric. El más joven presidente latinoamericano, encarnó los valores que Mariátegui exigía para despejar cualquier atisbo de confusión: a la izquierda se la defiende desde la izquierda.

Lo de Boric no sorprende, porque ya se había pronunciado anteriormente para marcar algún desacuerdo en torno a distintos tipos ideales de izquierda que provocan amnesia en esa misma izquierda: Rusia, Nicaragua y la siempre tabú Cuba. Es que Boric empezó a militar siendo un joven estudiante en Izquierda Autónoma, un espacio político que nació en las universidades para reaggiornar a la izquierda chilena. De raíz socialista, e influenciada por el pensamiento de Antonio Gramsci, la Izquierda Autónoma chilena se actualizaba y se autoproclamaba feminista, ambientalista, defensora de los derechos humanos y de las minorías sexuales. Una izquierda para el nuevo milenio; una izquierda tolerante con las diferencias y, fundamentalmente, democrática.

Se trata de una izquierda moderna y con convicciones, que se presenta sin las férreas ataduras geopolíticas de la Guerra Fría y, de esa forma, poder escapar del escenario fosilizado del siglo pasado, que fue, claro está, establecido por y para el beneficio de ambos imperios. Un panorama añejo y binario que ofrecía (y para algunos sigue ofreciendo) un juego de mundo bipolar que divide a todos los actores políticos en buenos y malos, sin importar los matices y según correspondan los intereses. Un paradigma más propio de la verticalidad que de la ideología, más cerca de la obediencia y la subordinación que de la integridad y la moral.

Una izquierda que, en definitiva, rinde homenaje a Mariátegui. El que exigió a la izquierda ser siempre de izquierda. Para nunca claudicar.