Hace un año se estrenó Mi nombre es Alfred Hitchcock, de Mark Cousins, cineasta y escritor norirlandés, celebrado sobre todo por su documental de 15 horas La historia del cine: Una odisea. “Alfred Hitchcock nunca escribió ni hizo la voz en off de esta película, pero muchas de las cosas que dice son verdad. Su voz sigue viva entre todos los cinéfilos. Aquí lo interpreta Alistair McGowan”, se aclara a cuento de la muy buena imitación que McGowan efectúa del gran director inglés. Una apuesta estética bien utilizada, a diferencia de otros video ensayos que también la tienen como recurso. Aunque, en este caso, lo más interesante es la aspiración manifestada por Coussins de dar a conocer aspectos nunca abordados por la crítica cinéfila; algo falso, por supuesto, alcanza con leer a nuestro Ángel Faretta para comprobar que varias de las apreciaciones de este trabajo fueron pensadas antes por otros, y de manera más exhaustiva y profunda.
Pero Mi nombre es Alfred Hitchcock no carece de hallazgos para el público masivo con el que cuenta su director. Además, tiene archivo no tan visto, con imágenes del set de Murnau, o la vida familiar con Alma y Patricia. Dividido en ítems, “Evasión”, “Deseo”, “Soledad”, “Tiempo”, “Plenitud” y “Alturas”, guarda alguna consonancia con el libro de entrevistas de François Truffaut, aunque se despega de los tecnicismos para establecer una mirada más “humana” y si se quiere espiritual. En ese sentido, suministrar al espectador la ilusión de un muerto que se comunica desde el más allá, es oportuna y bastante cómica.
En el recorrido biográfico parcial que efectúa, Counssin se preocupa por recordar los años de formación con los jesuitas. En los fragmentos dedicados al tiempo, la altura y la soledad, tres nociones que se presentan como de un orden que excede lo cinematográfico, realiza diferentes lecturas tangenciales, aunque dirigidas, por elevación, a un mismo centro extraterreno. Hitchcock es caracterizado como un conector de mundos y como una suerte de buscador de verdades del alma, antes que como un simple cineasta. Sirviéndose de escenas que abarcan las películas más famosas, como Psicosis, La ventana indiscreta, Rebeca o Vértigo, pero también otras menos conocidas, como Jamaica Inn, Atormentada o The Lodger: A Story of the London Fog (en castellano conocida con varios títulos, como El inquilino o El enemigo de las rubias), habla de la sacralidad del paso del tiempo, la imposibilidad de modificarlo en el plano de lo real y, en contrapartida, el poder de espejarlo en el celuloide. A partir de la “Soledad”, Cousins adjudica al maestro el haber establecido una relación entre su manera de filmar con algo que podríamos denominar, un poco pomposamente, autoconocimiento. Y, sobre el final, en la parte titulada “Alturas”, hace un repaso de escenas que llama insistentemente “omniscientes”. Tomas cenitales que, para él, evocan algo “religioso” y “metafísico” en la obra de un autor cuyo límite, al menos a la hora de ser revisitado, es, evidentemente, el cielo.