Sorprendió a este ombudsman la cantidad y virulencia de cartas de lectores referidas a los dramáticos acontecimientos que conmueven a la sociedad argentina. Tanta opinión descontrolada, sin fundamentos serios, más cercana a los superficiales y olvidables debates que se dan en las redes sociales que al análisis criterioso de sucesos y protagonistas, motivó que esos envíos hayan sido marginados de su publicación, una postura que quien esto escribe tomó con dolor y cierta desazón. Los lectores que enviaron tales textos se sumaron a la espiral de violencia que afectó y entristeció a todos los que creemos que hay otros métodos para alcanzar los mismos objetivos. Es decir, para ser claros: insultar, emplear palabras soeces y manifestar posiciones para cuestionar o elogiar el accionar del Gobierno o sus críticos no merece ocupar el espacio de reflexión, reclamo y pensamiento que se pretende para estas páginas.
La violencia ajena no justifica la violencia propia, aunque tantas veces se someta alguien a la tentación. Es violento que casi cinco de cada diez argentinos vivan en situación de pobreza y también lo es que un reducido conjunto de ciudadanos concentre la porción mayoritaria de la riqueza. Es, por cierto, violento que sea modificado el régimen de jubilaciones, pensiones y ayuda económica a los más desposeídos, achicando sus expectativas de ingreso. Digo esto porque buena parte de los mails recibidos y descartados cargaban con insultos sobre estas situaciones de violencia estructural. Es violento, siempre, quien ejerce la fuerza física o la fuerza intelectual para imponer ideas o decisiones sin previo consenso.
En La Divina Comedia, Dante –guiado por Virgilio– emprende su viaje al infierno y va pasando por nueve círculos sucesivos, más profundos cuanto más grande es la maldad condenada al eterno suplicio. El séptimo de esos círculos está reservado a los violentos: un lugar árido, ominoso, surcado por el Flegetonte, un río infernal de sangre en el que “bullen las almas de quienes dañaron a otro con violencia”.
En su novela La peste, Albert Camus da a conocer su pensamiento sobre la justicia humana a través de su personaje Tarrou. Camus, que perteneció al Partido Comunista, explica por boca del médico: “… en consecuencia hice política, como se dice. No quería ser un apestado, eso es todo. Llegué a la convicción de que la sociedad en que vivía reposaba sobre la pena de muerte y combatiéndola, combatía el crimen. Naturalmente, no sabía que nosotros también pronunciábamos a veces grandes sentencias. Pero me aseguraban que esas muertes eran necesarias para llegar a un mundo donde no se matase a nadie. Al fin comprendí, por lo menos, que había sido yo también un apestado durante todos esos años en que con toda mi vida había creído luchar contra la peste. (…) Por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir…”.
Más cerca en tiempo y espacio –lo escribió en 1998, argentino y también filósofo–, José Pablo Feinmann decía en La sangre derramada (Seix Barral, página 373): “Nuestro compromiso radica en luchar contra todas las causas de la violencia. ¿Hay una violencia legítima? Desde mi punto de vista, no hay violencia buena, ni violencia justa, ni violencia legítima. La violencia es –en sí– mala. Expresa una derrota: la de no poder tomar al Otro como un fin en sí mismo, la de no poder respetarlo en su humanidad”.
El texto que antecede –apenas modificado para su actualización– fue publicado por este ombudsman en la Navidad de 2017. Pasaron siete años. No aprendemos.