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Higuera

En general en los relatos populares se la asocia al demonio, se dice que es un portal a otros submundos, se habla de que por las noches de ella salen gruñidos, aullidos, gritos.

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Higuera. | marta toledo

Hace un tiempo, en una sobremesa de domingo, mi tío Luisito contó algo que contaba el abuelo Antonio: decía que la higuera solo florecía la noche de San Juan, por unos breves minutos, y que quien quisiera verla tenía que pelear a cuchillo con el diablo. Siempre hubo una higuera en la casa de mi infancia, aún está allí, y se cansa de dar higos que mi madre convierte en dulces. Esa higuera, pese a que tiene montones de años, es un árbol de poca estatura, como un matorral. Debajo del follaje, en verano, duermen los gatos. En la casa de la abuela, en cambio, la higuera era muy grande. Cuando el tío contó esa anécdota, enseguida me acordé de ese árbol y me imaginé al abuelo, a quien apenas conocí, me imaginé más bien su foto, un hombre joven alto y delgadísimo, con un bigote finito, que aún no tenía edad para ser abuelo de nadie, lo pensé saliendo a la noche con el cuchillo desenvainado, esperando vislumbrar el milagro de la flor. 

En general en los relatos populares se la asocia al demonio, se dice que es un portal a otros submundos, se habla de que por las noches de ella salen gruñidos, aullidos, gritos. Pero también algunos estudiosos de la Biblia sostienen que el fruto prohibido que comen Adán y Eva es un higo, no una manzana, y que por ello luego cubren su desnudez con sus hojas.

Como sea, la higuera es una planta extraña. Sus flores, en realidad, están encerradas en esas cápsulas moradas que llamamos higo. Por eso cuando lo abrimos es tan hermoso, la carne rosada llena de filamentos, parecida a un animal de esos también extrañísimos que habitan el fondo del océano. La recuerdo cargada, los higos de tan maduros empezando a rasgarse, la fiesta de las avispas: hay unas pequeñas que nacen en su interior y se encargan de traficar el polen en sus patas y permiten la reproducción. Las hojas son ásperas y las ramas grisáceas. Tal vez por eso a Juana de Ibarbourou le parecía tan fea y la consolaba diciendo: “Es la higuera el más bello/ de los árboles todos del huerto”. A mí, en cambio, siempre me ilumina la vista toparme con una. Una vez en un hotel muy feo de Viedma, la ventana de mi cuarto daba a un patio deprimente, lleno de escombros, pero en el centro había una higuera y eso solo alcanzaba para abrir las cortinas y alegrarme el corazón. En ese hotel había estado también una vez Hebe Uhart, me preguntaba si en la misma habitación, si Hebe también la habría visto, qué habría pensado.

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Aparte del poema de Ibarbourou, en los poemas de Miguel Hernández también aparece la higuera, al parecer en su casa tenía una plantada por sus propias manos. Tiene un poema que se llama Oda a la higuera y también la nombra en su famosa Elegía: “Volverás a mi huerto y a mi higuera:/ por los altos andamios de las flores/ pajareará tu alma colmenera/ de angelicales ceras y labores./ Volverás al arrullo de las rejas/ de los enamorados labradores”.

Desde que tuvo un infarto, mi padre pone una hoja de higuera adentro de la pava cuando calienta el agua para el mate: dicen que la infusión es buena para controlar la hipertensión y las enfermedades cardiovasculares. Y ahora que estuve de visita me contó mi madre que alguien le había enseñado el secreto para curar hernias con la higuera. Ella ya curó de una a mi sobrino más chico.