Después de 18 años sin pisar la Argentina, un amigo, colega y compatriota que lleva todo ese tiempo boyando por Asia y Europa, vuelve. Sabe, no lo duda: va a encontrar un país muy distinto. Desastrosas gestiones coronadas con la actual, cuyos índices de pobreza heredada y aumentada no pueden menos que aterrar. Antes de llegar a Ezeiza, en el avión, imagina a Buenos Aires según la información de los medios, el intercambio a la distancia con quienes vivimos acá, y algunas imágenes de redes sociales. Tras una recorrida por la ciudad que incluye Microcentro y barrios cercanos, llegando a Congreso, Once y Almagro, por un lado, y a Barracas y La Boca por otro, confirma no haberse equivocado en casi nada: muchos hermosos edificios volaron sustituidos por torres que prometen ser feliz en dieciséis metros cuadrados; mugre acumulada como escenificando el apocalipsis y, lo peor, una abrumadora cantidad de gente durmiendo en veredas, zaguanes o al pie de cajeros automáticos. Sin embargo, la palabra “hambre”, que resuena en su cabeza dadas las innumerables ocasiones en las que la oyó desde lejos definiendo el estado de cosas en la Patria, no encuentra relación con las imágenes prefiguradas durante el vuelo que lo trajo. Desprevenido –y hasta lírico– había compuesto un cuadro mental medievalista lleno de gente excesivamente flaca, raquítica. Pero la realidad le enrostra una inesperada obesidad que atraviesa las calles, como una norma. Entiende de inmediato que la alimentación de bajísima calidad, combinada al sedentarismo potenciado en la pandemia y apuntalado por tecnologías que nos mantienen tiesos frente a pantallas, no podía tener otras consecuencias.
En los siguientes días hará una crónica encomendada por un medio español, para la cual interrogará a médicos particulares y jefes de guardias y especialidades de hospitales públicos de CABA, varios puntos del Interior y del Cono Urbano Bonaerense. Se enterará de que la obesidad es efectivamente un problema grave y masivo, especialmente en mujeres y menores de 18 años, que llevó a que la hipertensión sea una patología que afecta a niños como nunca antes, al igual que la diabetes. Químicos ultranocivos, sal, grasas saturadas, transgénicos y azúcares refinados componen el combo fatal de cientos de alimentos consumidos, sobre todo, en las capas bajas y medias. La categorización de la gordura como un rasgo identitario en función de la legítima lucha contra la discriminación, le dice un médico nutricionista, hace, sin embargo, que muchos pacientes minimicen u omitan los riesgos del sobrepeso para la salud.
Cuando era chica, mi mamá temía (inútilmente, por suerte) que mi enamoramiento con las supermodelos que eran furor en ese tiempo derivara en un trastorno alimenticio. Décadas después, la anorexia y la bulimia siguen tristemente en pie, conviviendo con diversos grados de obesidad normalizada en un país cada vez más pobre. Alejado por un tiempo, el sentido común de mi amigo quedó obsoleto, no pudo adivinar que la necesidad y el hambre habían cambiado de talle.