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Flores

Es una planta de Oriente y al parecer Marco Polo la trajo a Europa en uno de sus viajes, hipnotizado por su belleza; no sé cómo habrá llegado de allí a aquí. Cautivó a Monet en Normandía. También Estela Figueroa la nombra en uno de sus poemas más conocidos.

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| marta toledo

Es tiempo de glicinas. En la plaza por donde paseo a la perra, hay unas pérgolas de cemento que hace unos años estaban cubiertas de glicinas con los tallos gruesos como los brazos de un niño, que se unían en la parte superior formando un techo verde en verano y de ese azul violáceo de las flores para esta época: es la gracia hermosa de esta planta que queda completamente pelada en el invierno pero florece justo antes de volver a llenarse hojas. Entonces las pérgolas daban una sombra verde las tardes soporíferas e iluminaban las últimas tardes grises del año con sus racimos de flores. Un buen día las podaron hasta el tronco y los esqueletos de hormigón armado de las pérgolas quedaron desnudos durante varios años. La excusa fue que allí “se juntaba gente” de noche. Y claro, de noche se juntaban adolescentes a escuchar música, fumar, tomar una cerveza o chapar. De día se juntaban madres con cochecitos e hijos a tomar mate y conversar entre ellas, o jubilados o trabajadores con sus tupers a almorzar. Se juntaba gente porque para eso son las plazas. Por suerte, quizá de pereza, no las arrancaron de raíz, y aunque les llevó su buen tiempo volver a crecer y aún no volvieron a formar esas melenas inmensas que tenían, de a poco han vuelto a trepar las vigas y esta primavera están absolutamente florecidas.

Es una planta de Oriente y al parecer Marco Polo la trajo a Europa en uno de sus viajes, hipnotizado por su belleza; no sé cómo habrá llegado de allí a aquí. Cautivó a Monet en Normandía. También Estela Figueroa la nombra en uno de sus poemas más conocidos: No es para hablar de mí que escribo / de la glicina: cayó / su lluvia ligera / azul– / violácea– / celeste./ No es para hablar de la glicina / que la comparo con una lluvia / y adjetivo esa lluvia. / Es para detener/ este momento nocturno: / la casa en calma / y los pensamientos que ennoblecidos velan / por un ordenamiento / que lo abarque todo.

En las casas de mi infancia siempre hubo glicinas. En la de la abuela. En la casa donde me crié. El perfume suave y dulzón y el zumbido de las abejas que siempre están girando a la vuelta de las flores, son un olor y una música familiar. Traen buena suerte, dicen. Yo no sé, pero la fiesta que es para los ojos… Me sorprendió cuando me las topé la primera vez en esta plaza porteña, fea y desangelada porque para mí siempre fue una planta de los patios y jardines de provincia. La he visto tumbar el cerco de tanto treparse en la casa de una vecina del pueblo. La he visto florecer en las taperas cuando andábamos por allí con mis tías robando naranjas. La he visto formando cortinas azules en las galerías de una escuela en Paraná. Pero me alegra encontrarla acá, tan cerca.

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Derivando en el google doy con un jardín en Japón, se llama Kawachi Fuji (fuji es el nombre japonés de la glicina) y fue inaugurado en 1977. Es una enorme extensión de glicinas de distintos colores, alrededor de 350 plantas, que trepan por estructuras de hierro que forman túneles y cúpulas. Todos los años se realiza allí un festival, en la época de floración, aunque no se permiten actividades ruidosas. En la cultura japonesa la glicina es muy apreciada: la forma en que sus flores se inclinan hacia el suelo se relaciona con la humildad y la reflexión.