Propongo leer ¡Al ladrón! Anarquismo y filosofía, de Catherine Malabou (La Cebra, Buenos Aires, 2023, traducción de Horacio Pons) en el mismo horizonte que Downcast Eyes. The Denigration of Vision in Twentieth-Century French Thought, de Martin Jay (traducido al castellano en la editorial Akal bajo una fórmula que no me convence: “ojos abatidos”, cuando la idea del libro es la de los “ojos cerrados”, la de los “ojos bajos”: el abatimiento suena a derrota, a la falta de ánimo, cuando en realidad los ojos cerrados implican una activa posición filosófica, la de la primacía de la escucha por sobre la visión). Porque así como el libro de Jay, en su preeminencia de la escucha por sobre la visión, como decía recién, rastrea la crítica a la trayectoria ocularcentrista en el pensamiento francés del siglo XX o, en otros términos, la influencia de lo judío crítico en ese pensamiento (la gran tradición del poder de la escucha por sobre el de la visión, desde Moisés nunca viendo a Dios sino solo escuchando su palabra, hasta el psicoanálisis de Freud, y más allá, en el posestructuralismo francés), pensamiento entonces, el de Jay, que ilumina (¡término visual si los hay!) de otro modo el pensamiento francés; el libro de Malabou rastrea la otra gran tradición secreta en la filosofía contemporánea, la del anarquismo. Tomando la tradición francesa y sus alrededores (Levinas, Derrida, Foucault, Rancière, pero también Schürmann y Agamben) ¡Al ladrón! establece un doble movimiento: de un lado, da cuenta de las innegables influencias del anarquismo, en un sentido epistemológico o como precondición para un pensamiento filosófico crítico en la filosofía de la segunda posguerra; por el otro, señala las propias limitaciones de esos pensadores para extraer las consecuencias políticas de ese anarquismo epistemológico del que forman parte o con el que dialogan. La tensión entre poder y dominación, es decir, la de “un orden sin poder”, termina en una disociación entre anarquía y anarquismo: “La anarquía filosófica adopta entonces la forma paradójica de una anarquía sin anarquismo”. Malabou se enfrenta con los textos desde dentro, los atraviesa buscando –y por momentos hallando– sus impensados, hasta llegar a conclusiones como esta: “La filosofía contemporánea tomó, por lo tanto, algo del pensamiento anarquista. Tal vez sin saberlo o sin confesar(se)lo”. Para eso, es necesario repensar la relación entre “lo no gobernable” y “lo ingobernable”. Y si el anarquismo, ese resto emancipatorio de libertad y fraternidad, es lo no gobernable, es porque “lo no gobernable no es lo contrario de la lógica del gobierno, no lo que la contradice. Es lo otro en el (y no del) gobierno. La marca de su imposibilidad. La crítica anarquista del gobierno no es, de hecho, una muestra de parcialidad. No se basa en la idea de que gobernar está ‘mal’, sino en la idea de que no es posible hacerlo”.
Puede leerse la constelación de la tradición filosófica francesa de la segunda posguerra (con sus inmensas discusiones y distancias internas, como bien exhibe Malabou en los análisis particulares de cada autor tratado) como una reformulación original de esas dos tradiciones: la del judaísmo crítico y la del anarquismo. Tradición que incluye a otros, como Walter Benjamin, por supuesto, y sobre la que es necesario seguir y seguir merodeando en torno a ella.