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Fenomenología de la infertilidad

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Hace poco, Sotheby’s de Londres subastó una carta firmada por Franz Kafka dirigida a su amigo, poeta y editor Albert Ehrenstein. Alguien pagó más de cien mil dólares por ella. Ehrenstein la conservó durante casi treinta años y en 1948 se la envió a la artista checa Dolly Perutz, que cuando los nazis entraron en Checoslovaquia huyó con su esposo a Estados Unidos. La carta es breve, y en ella Kafka se niega a colaborar con un relato en la revista que Ehrenstein publicaba en los años 20, expresando cierta contrariedad, aunque dando buenas razones: como pocas veces, Kafka habla de su labor como escritor (hay que ser muy caradura para usar la palabra “trabajo”, y Kafka no lo era), más puntualmente de su bloqueo: “La verdad es que hace tres años que no escribo”, dice. O sea que Kafka también sufría del bloqueo del escritor, ese fetiche de todo principiante y obsesión de los más grandes, mito romántico y obstáculo concreto. La escritura se mitiga hasta tal punto que se niega a sí misma, o dicho en términos kafkianos, la palabra no logra llegar a destino, porque se la comen en el camino los fantasmas.

“Querida Milena, hoy quiero escribir de otras cosas, pero las cosas no quieren”. Leída esa carta a contraluz, sobre todo después de esa otra dirigida a Ehrenstein, Kafka describe con absoluta exactitud lo que ocurre durante el bloqueo. Todo el que escribe seriamente, vale decir aquel que no ve en la escritura un “trabajo”, está atravesado por la conciencia de que siempre se es escritor mientras se escribe, y que cada vez que se escribe puede ser la última. Kafka lo dice mejor: “El mutismo es un atributo de la perfección”.

Porque el punto es ese: todo el que escribe sabe que sería mejor no escribir. La escritura promueve la escritura, pero evoca la renuncia. A algunos la lengua no les alcanza para expresar lo que quieren decir. Pero al mismo tiempo la amenaza de ese silencio es el mejor motor para escribir. ¿Por qué alguien decide sentarse y escribir, o sea emprender un acto no carente de consecuencias, cuando podría deslizarse por la vida simplemente viviendo, sin escribir ni una palabra, como hace tanta gente? Enrique Vila-Matas habló admirablemente de eso en Bartleby y compañía, un libro que justamente habla de esa renuncia, y que por ello lleva por título el nombre del más grande negador de la literatura.

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Hay muchos que deciden no escribir, aun cuando tienen el talento para hacerlo. Pero son escasos, nunca se escribió tanto como hoy. Se escribe mucho, en todas partes. La escritura ganó. El bloqueo del escritor es la reacción del que se niega a entrar en ese cuarto donde tiene lugar la orgía de palabras, como Casanova cuando lo invitan a una y prefiere sentarse en un rincón, malhumorado, viendo a los participantes sacudirse frenéticamente y sudar, observando la escena desde lejos, prefiriendo estar en otra parte. ¿Acaso, como decían Faulkner y Beckett, la misión del escritor no es fracasar cada vez mejor? Resulta que en pleno bloqueo, el que escribe no escribe: ¿y si eso es una victoria?

La gran fenomenóloga de la infertilidad tal vez sea hoy Fran Lebowitz, que a los 73 años sufre un bloqueo desde mediados de los años 90, luego de haber dado a luz dos pequeñas obras maestras, el Breve manual de urbanidad y Vida metropolitana (en el 94 escribió un libro para chicos, Mr. Chas and Lisa Sue Meet the Pandas, y eso fue todo). Lebowitz trabajó luego en varios proyectos, pero nunca pudo terminarlos. Hace décadas que anuncia una novela, Exterior Signs of Wealth, pero nadie nunca vio una sola página escrita. Ella dice que tal vez su bloqueo se debe a la excesiva reverencia que siente hacia la palabra escrita. Mientras tanto habla mucho, todo el tiempo, algo muy distinto a escribir. De hecho, de eso vive: la gente paga por oírla. Pero ella no parece tan disgustada. Los disgustados somos nosotros. Y allí está la cuestión: ¿el escritor debería escribir porque nosotros lo necesitamos? Me parece el colmo del egoísmo.