En 2014, el cineasta francés Pascal Thomas estrenó Valentin Valentin, película sin mucho que merezca ser recordado, excepto por una escena: un mendigo le pide plata a un burgués, quien se la niega con el argumento de rigor, “No tengo efectivo”. El mendigo rebusca en sus harapos y saca a relucir un posnet. En ese momento, el efectivo todavía no estaba en modo extinción a escala global, pero con la pandemia, bancos y servicios digitales precipitaron su toma de control sobre el patrimonio individual, incluso aunque sea tan ínfimo como el de alguien que vive en la calle, al punto de permitirnos dar caridad digitalmente, como en Valentin Valentin.
El mérito de anticiparse no es poco común en el cine u otras artes populares y no conoce fronteras estéticas. Incluso una basura ochentera como R.O.T.O.R. con policías sustituidos por robots, habla de una humanidad que se disgrega frente a la tecnología. Cuando, bastante más fino, Alan Moore escribió sobre una Londres llena de cámaras, sus lectores no calculaban que el tiempo iba, no sólo a legitimar el uso de esas cámaras, sino, sobre todo, a presentarlo como una protección que las gobernanzas se dignan a prodigarnos.
Las medidas que parecían carcelarias un tiempo atrás –mucho más convenientes para el poder que intentar establecer el nivel socioeconómico necesario para disminuir naturalmente robos, violencia callejera, etc.– pasaron de la ficción a la realidad, como si la sociedad de control hubiese sido más una meta que una advertencia. El panóptico de las redes también da cuenta del extendido gusto por ser monitoreados y monitorear, aunque hablemos mal de policías, milicos, religiones, espías o patriarcas.
¿Por qué los mecanismos que juzgábamos como destinados a cercenar indefectiblemente nuestras libertades son ahora pasivamente aceptados? Quizás sea culpa de un fascismo que excede a las nuevas derechas, anidando en las almas resilientes que todavía no atinan a ver a su facho interior. Como Pascal, Moore y R.O.T.O.R., quizás Cesare Pavese también acertó cuando escribió, en La casa de la colina: “Todos lo somos (…) si no lo fuéramos, tendríamos que rebelarnos, arriesgar nuestras vidas, tirar bombas. Cualquiera que deje que las cosas sucedan y esté contento, ya es un fascista”.