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Espectáculo decadente

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Nos acostamos vestidos y me leyó el primer capítulo de La tejonera, de Cynan Jones. La infertilidad y la imbecilidad desaparecieron del mundo. Su voz fue creada para leer el ritmo de la prosa del escritor galés. Yo para estar en esta cama y ser feliz.

Lo mejor de esta época delirante y enferma es que te distancia. Más aberración no genera más interés. La realidad da asco. Una especie de dislocación nos convierte en comunidades de intereses que se asocian para disociarse de lo real. ¿Habremos de atribuirle el éxito de la Feria de Editores al bochorno de turno? 

24.600 personas pasaron por la FED entre el jueves y el domingo. No es poco si pensamos que se trata de lectores que, tras años de crisis e inflación, todavía destinan dinero a comprar libros, ese prescindible bien de lujo.

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En La tejonera, Daniel ayuda a sus ovejas a traer corderos al mundo. Su esposa es golpeada por un caballo que le vuela la cabeza antes de poder contar que cree estar embarazada. La belleza y la brutalidad conviven de un modo equilibrado y armónico en la nouvelle. Sin resultar enumerativo, Jones no nos ahorra detalles. Su narrador omnisciente está en la cabeza y el cuerpo de todos los personajes a la vez. Los datos se cifran con certeza en cada recodo de la trama. Solos y en medio del campo, los personajes sufren de un modo humano y quirúrgico. Sufren por pérdidas precisas, de formas que valen la pena. Esa anatomía del dolor es digna, hace pensar en la belleza de la muerte cuando se ha vivido una vida íntegra, esa que nadie creerá necesario televisar, que no sumará puntos de rating ni sabrá de espectadores. 

“Los grandes complejos que todavía se imaginan como pueblos ya hace tiempo que abandonaron la orientación hacia el futuro de los niños y pasaron al futuro de los réditos”, escribe Sloterdijk en La fuerte razón para estar juntos. La realidad argentina nos recuerda que estamos frente al cadáver disecado del sujeto moderno. Sometido a producir grandes expectativas, el sujeto de la inversión ya no diferencia funciones y cargos. El mundo familiar se desvanece ante la vista de todos. La institución democrática, también. Un espectáculo decadentista nos invita a desoír las voces de jefas y estrategas.