Las esferas de la vida social funcionan con valores y códigos diversos. Esa es la distinción que las constituye y les otorga sentido. Tal vez la visión sinfónica más vasta de estos campos la ofreció Max Weber al delimitar y analizar, en una de sus últimas obras, cinco ámbitos: el político, el económico, el científico, el erótico y el estético.
Podríamos decir que en torno a ellos transcurre nuestra vida pública y privada: somos ciudadanos de un Estado, agentes económicos, utilizamos conocimientos científicos, desarrollamos relaciones afectivas y tenemos preferencias regidas por las formas y los diseños.
Quizás a Weber, que escribió hace cien años, le faltó considerar la esfera mediática, donde hoy transcurre una parte sustancial de la vida de los individuos. Pero eso no invalida su diagnóstico, que establece las coordenadas por donde fluye la acción social, fijando sus límites e imprescindibles equilibrios. En cierta forma, la cordura se cifra en saber diferenciar las esferas y los criterios que la rigen, respondiendo a las expectativas que cada una de ellas plantea. Eso determina la armonía de las personas y las sociedades.
Los grandes acontecimientos traumáticos quiebran esas certezas. Cuando una biblioteca municipal se convierte en un centro de vacunación, un estadio en un hospital de campaña y el domicilio en un lugar de encierro, se rompe la hoja de ruta de la sociedad, obligando a sus miembros a reaprender el libreto. La regularidad de las costumbres se pierde, un creciente enloquecimiento empieza a envolverlo todo. El temor cunde.
Ese es el daño social que ocasiona una pandemia, con consecuencias parecidas a las de una guerra o una catástrofe natural. Si antes de ellas repartíamos nuestras horas entre el rol laboral, el consumo, los afectos y el esparcimiento, ahora esos espacios se reducen al confinamiento, el incierto teletrabajo, la compra de alimentos, la espera ansiosa o la búsqueda desesperada de recursos cada vez más escasos.
Quizás debamos prevenirnos de un nuevo totalitarismo que use la ciencia para abatir la democracia
En paralelo, ocurre un cambio significativo en la vida pública: la esfera científica adquiere un papel protagónico, desplazando a la política y la economía, que son las piezas claves del capitalismo liberal. En la peste, los infectólogos toman el poder y ejercen el gobierno. Son los héroes del momento. Los jefes militares de un mundo en guerra: dictan la estrategia, preparan los ejércitos, establecen los protocolos, colonizan el lenguaje común con términos técnicos.
Consensos. Si bien la ciencia tiene desacuerdos y yerros, es capaz de establecer consensos operativos más estables y previsibles que la política o la economía. La cirugía y los vuelos en avión son más confiables que Donald Trump y Boris Johnson. Una vacuna contribuye al bienestar mejor que un discurso demagógico. Por eso, la pandemia y sus nuevos líderes nos hacen vivir una ilusión: la del consenso sanitario, la del presunto orden científico, la del triunfo irrebatible de la razón.
La consecuencia es paradójica: mientras los médicos conducen y combaten el virus, el planeta descansa, porque la economía capitalista cesa de devastar la naturaleza.
Pero se pierden los ingresos y los trabajos, la destructiva vitalidad que mueve el mundo desde hace 200 años queda suspendida. Y con ella se debilitan la pulsión política y la lucha facciosa, aunque también la deliberación democrática, la división de poderes y la libertad, quizá tan vitales para Occidente como el aire que respiramos.
Qué mataremos primero es la pregunta que muchos se hacen. Qué podemos perder antes de que venzamos al microorganismo. Cuáles serán los costos. Tal vez el poder de los infectólogos sea tan indispensable como indeseable, porque ellos podrían ser instrumentados.
Quizás debamos prevenirnos tanto del virus como de un nuevo totalitarismo, que aprovechando el miedo use la ciencia para abatir la democracia. El arte weberiano de la cultura consiste en mantener la armonía entre las esferas, no en que una prevalezca sobre las demás. Ese equilibrio constituye la última frontera antes de la distopía.
Infectocracia. Sin embargo, el gobierno de los infectólogos acaso encierre una lección agónica, todavía más importante que todo lo anterior: los que curan alcanzaron el poder para recordarnos que estamos enfermando la naturaleza, agotando la tierra y contaminando el agua, que no se recuperarán por muchísimos años, como lo afirmó estos días el lúcido sociólogo Jeremy Rifkin. Considera que el coronavirus es una consecuencia de esa destrucción, junto con otras catástrofes naturales. Su advertencia es sobrecogedora: estamos ante una extinción y no tomamos conciencia de ella. Es preciso cambiar la forma de ser, el modo de producir y organizar la sociedad. La etapa de la globalización se extingue, las comunidades locales deben tomar el relevo.
No sabemos si esto será posible ni cómo podríamos lograrlo. Vivimos días de incertidumbre, sin poder descifrar qué será de la humanidad, qué ocurrirá con sus equilibrios culturales y naturales.
Pero advirtamos que cuando los infectólogos nos indican qué debemos hacer para salvar la vida, tal vez haya que escuchar otra verdad apremiante, más allá de los protocolos: para curar los virus, antes deberán curarse la sociedad y el planeta.
*Sociólogo. Director de Poliarquía Consultores.