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Chitarroni, Luis. Poeta (Buenos Aires, 15 de diciembre de 1958-ibidem, 17 de mayo de 2023). La españolización de su apellido lo condenó desde temprano a las referencias simiescas, pero infinidad de familias apellidades Chitarroni (léase Quitarroni), en Le Marche y Emilia-Romagna, dan cuenta de que sus antepasados tocaban la guitarra (chitarra), lo que lo volvería pariente lejano o cercano de los Chitarrini, de los Chitarri y de los Chitarre (sicilianos los dos últimos). Probablemente el primer Chitarroni vivió en Ancona, lo que explica muchas cosas. Comenzó a poetizar muy pronto: a sus 18 años se remonta, según su propio relato, el primer soneto datable, dedicado a un amor no correspondido, ¿pero qué amor lo es? Estudioso de gramática, retórica y filosofía, su gusto por la literatura en lengua inglesa lo llevó a adorar a otros maestros: Vladimir Nabokov, M.P. Shiel, H.C. Lewis y Julian Maclaren-Ross. Se objetará que Nabokov era ruso, y Chitarroni mismo lo objetaba; el problema es que, al igual que Guillermo Cabrera Infante escribiendo en inglés seguía siendo Guillermo Cabrera Infante, Vladimir Nabokov en inglés seguía siendo el Nabokov aristócrata y ruso que solo a unos pocos está permitido leer en su lengua original. Hizo muchas cosas, pero sobre todo, emulando a su amado Jorge Luis Borges, dedicó su vida a la lectura, el mejor modo, junto con dormir, de perder el preciado tiempo. La lectura, decía, a fin de cuentas no es otra cosa que un juego de infidelidades y fidelidades, tan acuciantes y problemáticas como las otras, de las que nuestras vidas parecen sembradas. Inclinado entonces a la literatura, esta se apoderó de él, y lo bien que hizo. Escribió algunos libros, tradujo unos pocos, publicó muchos. Firmó como “Ludwig” su extenso epistolario, que sus interlocutores custodian con celoso secreto y apasionada melancolía. A causa de una previsible compatibilidad idiomática, Luis Chitarroni llamaba a sus amigos con nombres alemanes: Wilhelm, Friedrich, Albrecht. Excepción hecha con Daniel, que en alemán y en español se escriben igual. Colaboró activamente en la reinstalación del nombre de Juan Rodolfo Wilcock en español, cuyas obras, a comienzos de los años 90, eran tan conocidas como son hoy las de Mariano Mikats, cuyas Aventuras de Moritz Schwarz soñaba con reeditar. Un día, cuando Dios, en su inescrutable diseño, lo desee, pero seguramente pronto, el orden y la justicia literaria prevalecerán en el mundo. Y Chitarroni será profeta y garante. El cielo y la tierra se unirán una vez más. El primer y más elevado mensaje de la poesía tal vez sea precisamente esa certeza. Chitarroni lo sabía, por eso dedicó su vida, concienzudamente, a perseguirla (nos referimos a la certeza). En esta enciclopedia no hablamos de la poesía concebida como un sueño, sino como una batalla, con objetivos claros y prácticos, que Chitarroni se dedicó a resaltar explícitamente, así como se atrevió a representar el desorden de las pasiones humanas, sabiendo que, a pesar de todas las apariencias, existe un orden supremo al que toda criatura, navegando en el gran mar del ser, atraca en varios puertos. Pero si los puertos son diferentes, la orilla es única, y la cuerda del arco divino lleva irresistiblemente a cada ser al lugar decretado para él, que es de felicidad y perfección. Y si alguien se desvía, es solo por su propia culpa, porque no cumplió con su deber. De todo esto daba muestras diariamente Chitarroni, no así, no con esas palabras. A fin de cuentas la escritura sirve para complejizar las cosas, expandirlas, no reducirlas. Es por eso tal vez que los libros de Chitarroni atentan contra la comprensión instantánea de su esencia (si es que hay una escencia, vaya uno a saber). Amó y fue amado, el sol acarició su faz. Pero a diferencia del modernista mexicano, la vida le debe mucho, las cuentas no están saldadas. Sus amigos lo extrañan, creen que escribir buenos libros tal vez sirva para pagar esa deuda de amor que tienen con él. Después de todo, a eso se llama vida. Pero la orgullosa hermana muerte siempre puede más.