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¡En todo estás vos!

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Voy a contarles otra de mis aventuras. Inicié el trámite para renovar el registro de conducir. Me dijeron que tenía dos multas. Me acordé de la que podría ser la última infracción. Había dejado el auto estacionado una noche sobre la calle Sarmiento y cuando volví, ¡zas! no estaba. Un policía que cubría la cuadra me dijo que, como estaba bien estacionado, posiblemente me lo hubieran robado pero que, por las dudas, pasara por el centro de acarreo de la 9 de Julio para ver si estaba el auto ahí. ¿Por qué iba a estar ahí si estaba bien estacionado? Pero fui y estaba. Pagué –me dijeron que había que pagar y después protestar– para retirarlo y me volví a casa. La otra multa era aun más increíble: decía que no usaba el cinturón de seguridad pero no había registro fotográfico de la falta ni me habían parado en el momento para notificarme la multa. Es decir que, como me dijeron cuando fui a discutirla: era la palabra del agente de tránsito invisible contra la mía. Eso salió 600 pesos, algo que para el bolsillo de Macri o Rodríguez Larreta es un chiste pero para un laburante es demasiado, sobre todo cuando bordea la injusticia. El lugar donde se pagan las multas es genial. Un inmenso hangar que, a derecha e izquierda, está rodeado de escritorios que podrían ser –de estar a cielo abierto– una tapa del próximo disco de Pink Floyd. Parodiando a George Orwell, los jueces con los que vas a discutir las multas se llaman “controladores”. A mí me tocaron los controladores 23 y 96. Los jueces están detrás de los escritorios, en un estrado, ligeramente por encima de los mortales. Y te hablan como si fueras un alumno muy malo, díscolo, y ellos profesores implacables. Queda la sensación de que uno tiene que comprobar todo y que los que acarrean y multan lo pueden hacer sin ningún control sobre ellos; de hecho, por la actitud de los controladores que me tocaron, el único que era objeto de sospecha era yo.