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Apuntes en viaje

En el borde del borde

Luego de la tormenta, a la hora en que nos fuimos a asomar, el río había perdido ya sus orillas. El amontonadero de agua junto al corral se hacía cada vez más espeso y oscuro. Lucía espléndido.

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| MARTA TOLEDO

Por un breve lapso de tiempo, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, o eso parecía; de a ratos el ruido cesaba y entonces sí amanecía el milagro. El hilo de agua, que los dueños de la casa llamaban río, crecía entre los pedregales junto a un registro ronco, el eco cavernoso que llegaba hasta nosotros. Llegaba decía el sonido del río paseando sus aguas crecidas por debajo del puente de madera descolado, el rumor del aire levemente moviendo las hojas de los fresnos. El río que corre mullendo sus aguas entre cipreses y araucarias, sauces y álamos. También. 

El perro se levantó despacio. Enrique quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en el bolsillo holgado de la camisa. Retomamos la marcha. La caminata había sido provechosa hasta ahí. Comencé a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte venía otro. La mañana estaba gris, cargada de frío y nubes de plomo. 

El aguacero llegó de repente, en grandes olas, y nos expulsó del campo abierto para arrinconarnos junto al fuego que aguardaba dentro del chalet.

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A través del amplio ventanal principal podía verse la lluvia derramarse desde las hojas moradas de la hiedra. No cabían dudas de que Jorge se sentía feliz, porque su familia lo era, hasta se le podía adivinar el pensamiento. Su futuro estaba allí, junto a ellos, o en algún sitio similar, sin estos. Se incorporó, tomó un trozo de leña, y después de ponerlo con cuidado en el fuego volvió a sentarse. La sobrina más pequeña dio un paso adelante; los otros dos chicos corrieron y se quedaron a los lados de la puerta, como soldaditos de metal. Sus caras eran simpáticos nuditos de ansiedad. Uno de ellos llevaba un par de calzones de lienzo; el otro ostentaba una pesada camisa de algodón. El borde roto y deshilachado le llegaba a los pies. Jorge parecía intrigado, como quien siente que anochece a sus espaldas. De súbito se levantó y se acercó hasta la cocina, para oler el caldo que hervía en la olla.

Luego de la tormenta, a la hora en que nos fuimos a asomar, el río había perdido ya sus orillas. El amontonadero de agua junto al corral se hacía cada vez más espeso y oscuro. El lugar lucía precioso: había caballos, vacas, perros grandes y chicos, un puñado de ovejas y también estaban las gallinas; la tierra se ponía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas que parecían crecer con el tiempo. Y con todo y eso, con todo y las lomas verdes de más allá, la vida se iba acabando. 

Los nublazones ya no estaban. En su lugar, había estrellas fugaces. Entonces el cielo se adueñó de la noche. Se oía una llovizna callada. La temperatura había descendido, es cierto, de manera que permanecer fuera de la casa hubiese sido criminal. 

Junto a la entrada, la vieja camioneta estaba empantanada. Alimentada inagotablemente por la lenta radiación de emociones de Jorge; aquel aparato era la clave del vuelo sin alas, la llave de una nueva era en la que realizar viajes interplanetarios fuera posible. Así, con las expectativas renovadas, nos subimos al Rastrojero azul marino para continuar con el paseo serpenteante por las afueras de Tunuyán.