Increíble pero real: me quedé encerrado en mi propia casa, con la llave del lado de afuera de la puerta. Del otro lado también quedó mi celular, con toda la agenda de teléfonos. Entré y me dispuse a esperar que algún amigo me llamara a la línea o que alguien tocara timbre –algunos de mis acreedores, o al menos un vendedor ambulante–. Pero nada. Nadie llamó, nadie tocó. Tengo tan pocos amigos (en verdad tengo uno solo, pero creo que ahora está un poco enojado conmigo), salgo tan poco, tengo tan poco roce social que no debería asombrar lo ocurrido. Así que me tiré en la cama a ver tele, y así quedé durante casi un mes (hasta ayer, cuando logré que un barrendero me tirara la llave y el celular por la ventana). Un mes encerrado en casa –con mucho tiempo pasado en la cama– resultó una experiencia atractiva, como un retiro espiritual involuntario. De vez en cuando recibía algún mail –con noticias del trabajo, obligaciones incumplidas o pedidos de artículos sobre temas absurdos– y los leía con una distancia infinita, como si la vida real fuese algo que les ocurría a los demás –a ellos–, y a mí, en cambio, sólo me era dada la rutina del ralentí, la pereza del enclaustrado. Por un momento pensé que estaría muerto, al menos malherido, doblado de dolor, cosido en ambas ingles, con vendas, restos sanguinolentos y una renguera crónica. Pero nada de eso ocurrió (o tal vez sí: se me mezclan los recuerdos); en cambio, sé que aconteció el vaciamiento de todo lo que tenía en el freezer, la alacena y la panera. Pues, como ya fue dicho, vi tele. Mucha tele. Tanta televisión como nunca había visto antes. Me volví un experto en todos los grandes temas de discusión pública. Y vi, por supuesto, muchas, muchas publicidades. Vi publicidades argentinas y extranjeras, en castellano y en otros idiomas, publicidades de productos y estatales, publicidades recientes y programas sobre historia de la publicidad. Ahora que lo pienso, debo haber visto no menos de 200 avisos, o tal vez más. ¿Tienen un rasgo en común todos esos spots? Sí, uno muy evidente: no hay una publicidad, ni una sola, en la que aparezca un libro. Hay decenas y decenas de publicidades ambientadas en casas, pero nunca hay –ni en segundo plano– una biblioteca. En ningún spot se ve a alguien leyendo, ni hay siquiera una cita a la literatura o, en un sentido más amplio, al consumo cultural. El libro es el gran desaparecido de la publicidad contemporánea. ¿Y si hubiera sido distinto, qué habría cambiado? ¿Qué importancia tendría que en alguna publicidad hubiera libros? Ninguna. La publicidad –como género, como ideología– seguiría siendo lo que es: la cloaca del marketing del presente (la publicidad no publicita tal o cual producto, eso es secundario o hasta irrelevante). Publicita formas de vida capitalista, publicita la adaptación del deseo al consumo, y cuando es estatal adopta un tono afín al discurso del amo: “Hacemos todo esto por vos, ahora vos estás en deuda con nosotros”. Por lo tanto, que no aparezcan libros no cambia gran cosa. Pero sí nos informa sobre un conflicto: ausente en las publicidades televisivas, el libro deja de ser un objeto de deseo, de valor, un guiño cultural, una pieza prestigiosa. El libro está fuera de la época. Y después abrí la puerta, salí a la calle, bajé al subte y me puse a mandar mensajes de texto desde el celular.