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Eliade, símbolo y antídoto

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Símbolo | Máscara | Pexels | Israyosoy S.

Ante la avanzada de prácticas pretendidamente ancestrales, ligadas a símbolos y mitos, a veces interesadas por la exploración de lo inmaterial, la intuición, la adivinación, la magia y otras yerbas, me acordé del pensador rumano Mircea Eliade. Lo sagrado y lo profano y Ocultismo, brujería y modas culturales son lecturas muy propicias de cara a las supersticiones e impulsos seudorreligiosos que se hacen espacio en el reino de la tecnología y la ciencia contemporáneas. Con títulos como El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis, Cosmología y alquimia babilónicas o El yoga: inmortalidad y libertad, es obvio, además, que las vías de entrada para conocerlo son múltiples.

No es casual que su figura y su trabajo, tan opuesto al sentido que se le da hoy popularmente a lo simbólico, lo mitológico o lo místico, sean objeto de artículos recientes de medios extranjeros y locales. “Desde el año 1945 hasta 1957 se radicó en París, donde intentó borrar las huellas de su pasado político. Curiosamente fue protegido por personalidades como Paul Ricœur, George Dúmezil y Gershom Scholem”, advirtió hace unos meses en este medio Sergio Fuster, quien, pese al fascismo, lo propone como importante. A los amigos, admiradores y protectores, se suman cargos prestigiosos: Eliade fue profesor de la Universidad de Bucarest, de la École des Hautes Études de la Sorbona y dirigió el Departamento de Historia de la Religión de la Universidad de Chicago. Que una parte de su vida sea cancelable puede, en vez de alejarnos, despertar curiosidad sobre su relación con el Bien y el Mal, muy diferente del buenismo de los gurúes que venden felicidad. “Nadie, conociéndome bien e incluso leyendo este diario, puede imaginarse la intensidad de mi drama (…) Nadie puede sospechar la cantidad de talento, de voluntad y de simple energía física derrochados, día tras día en lucha conmigo mismo y con el demonio que hay en mi interior”, escribió en 1943 en Diario portugués.

Espía y performer

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Su autobiografía ayuda a decidir si se sigue adelante con sus ensayos, novelas o poesías, entre otras cosas, porque incluye algunas teorías y textos breves de análisis literario: “La obra de un escritor aumenta su valor y revela sus aspectos menos conocidos cuando es leída desde la perspectiva de creaciones y experiencias literarias ulteriores. Balzac, por ejemplo, gana enormemente después de la aparición de Proust. En La comedia humana encontramos gran número de páginas consideradas inútiles y sin sustancia tanto por la crítica como por los lectores (…)  Después de la lectura de Proust, sin embargo, cambiaron tanto el criterio del enjuiciamiento literario como las premisas de la contemplación estética. Aquellos aspectos “inertes y muertos” de La comedia humana no habrían recibido una nueva vida y un valor, de no haber existido el aporte de Proust”. 

Famosos por anécdotas protagonizadas por Cioran, Bataille o Papini, sus diarios ameritaron, también en estas páginas, algunas reflexiones de Quintín, aunque se cansó de leer antes de la parte en la que aparece Borges. Perdí ese libro y estaba dispuesta a ofrecer mi versión mal recordada hasta que chequeé con Ángel Faretta, lector conspicuo de Eliade y no un solapero como yo. En la entrada fechada el 30 de enero 1968, Eliade cuenta: “Casi ciego, el rostro surcado por las arrugas, móvil, innumerables tics, Borges se acuerda de mi libro El mito del eterno retorno, y atrae mi atención sobre el hecho de que el problema fue discutido por Hume (naturalmente Hume hablando de átomos, se había inspirado en Lucrecio, lo que no le he dicho). Extraña conferencia. Borges ha hablado durante cerca de una hora de Hojas de hierba de Whitman, sin ninguna pausa, sin buscar una sola palabra, sin ninguna duda, manteniéndose muy cerca del micrófono. No he captado si había improvisado o recitado un texto aprendido de memoria. Conferencia llena de observaciones interesantes”.

Me gusta este intercambio porque, frente a la ostentación típicamente borgiana de conocimientos, Eliade prefiere ocultar los propios, como invitando a encontrarlos en sus libros. “Uno de los rasgos característicos del símbolo es la simultaneidad de los sentidos que revela”, escribió, quizás prefigurándose como un antídoto con el que resistir a las estafas espirituales y coucheos astrofilosóficos que ofrece nuestra época.