En mi insomnio, contemplo cómo la Biblioteca Covid crece como hongos entre las tumbas, una hiedra de voces que se expanden como pulpos secos. Nuestros clics entrenan la narrativa, que de a poco va encontrando su forma: en el Netflix de los relatos mediáticos, el Capitalismo es el villano que les gusta a los intelectuales. Leo a Olga Tokarczuk, Nobel de Literatura 2019: “Ante nuestros ojos se desvanece como el humo el paradigma civilizatorio que nos ha formado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que lo podemos todo”. Es una conclusión extraña: el paradigma de los últimos dos siglos es el de la ciencia sistemática, que permite que identifiquemos partículas ínfimas, aliviemos el dolor e impidamos muchas más muertes que nuestros (pobres) antepasados bubónicos diezmados por pestes previas.
Occidente se narra sus propios mitos de poderío y destrucción. El paradigma civilizatorio del que habla Olga se inserta en una narrativa predilecta: la desmesura humana que quería crecer, expandirse, saberlo todo, y de pronto le llega su merecido en forma de mini-ser, de virus –algo vulgar, banal, infrahumano–. El hombre sigue siendo el centro del mundo en este esquema, el hacedor oculto de su propio castigo. La calamidad de la naturaleza se reabsorbe en paranoia y soberbia antropocéntrica. Porque ¿qué tiene qué hacer la Naturaleza más que girar alrededor del Hombre?
Es de madrugada, los rayos cancerígenos del sol asoman débiles. De a poco, me dejo infectar por la premisa del capitalismo villano, la siento hundirse en mi sistema. La pandemia pegó más fuerte porque el capitalismo había infectado mucho más de lo que se piensa. El capitalismo estaba en un auge especial porque vivía incluso entre portadores “asintomáticos” pero contagiados igual, que expandían el virus con fuerza. El feminismo verde es el primer contagiado sin saberlo.
La peste llega justo cuando acariciábamos el fin del dolor. A ese nivel de control había llegado a soñar el paradigma civilizatorio del que habla Tokarczuk. “Si duele no es amor” no buscaba solo evitar los maltratos físicos, sino que se extendió sobre el amor en su proyecto sanitario. Sometió las relaciones amorosas a un exigente control de calidad. Las relaciones amorosas y los compañeros sexuales se clasificaban según criterios de consumo: detectar lo “tóxico” para su descarte. La experiencia del amor debe ser satisfactoria y conducente a mayor productividad. El amor como el fitness: algo que te hace bien y te ayuda a estar bien. La dimensión humana del dolor se controla en términos de su consumo, perfilando el cuerpo para su máxima productividad.
La fantasía sanitarista del último feminismo puso las relaciones amorosas y sexuales bajo estrictos protocolos de uso, unidos a la promesa del bienestar total. ¿Pero puede alguien enamorarse sin un horizonte de dolor y de pérdida? Buscó suprimir la fricción del desencuentro, del malentendido: el mandato del último feminismo es que todo fluya como el flujo del capital, de la transacción comercial, donde no hay peligro, donde pago por lo que obtengo, y si no, lo devuelvo. El capitalismo desde el punto de vista del consumidor (no del inversor, donde sí hay riesgo). El amor como una empresa responsable hacia sus clientes.
Las nuevas sensibilidades feministas no suelen reconocer sus deudas con el capitalismo neoliberal. A pesar de sus consignas psicobolches, el último feminismo encuentra su estructura sentimental formada íntegramente por él –llegando a acelerarlo–. El feminismo como cabeza del paradigma civilizatorio consumidor: creía que podía domesticar el dolor, pero llega el virus y, con él, la certeza: no se puede exiliar el dolor de la Nueva Polis purificada.
La narrativa funciona mejor cuando los buenos son los auténticos malos, los malos que lo son sin saberlo. El feminismo verde era el capitalismo por otros medios. Pero quizás ya me dormí y estoy soñando. La raza se extingue, y un Herodoto marciano observa las últimas imágenes del mundo pre-Covid. Multitudes vestidas de verde dólar, el color del virus del capital par excellence.