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El trágico destino de una universidad

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Cuando hay voluntad es fácil –me dice Nazareno–, el tema es cuando no la tenés. Estamos desayunando. Hablamos del oficio de escribir, de las dificultades. No puedo estar más de acuerdo. La voluntad no se inventa como podría hacerse con el tiempo, que se le roba a otra cosa y ya se ha conseguido. Esta implica un trabajo interior, un pulido fino de esa melange de “actos que cuestan” + “actos deseantes”, que no siempre pueden perseguirse de modo lineal y que muchas veces implican una cuota de esfuerzo. Voluntad no es tener ganas de hacer algo, tampoco es obligarse, ni sacrificarse. La voluntad no se desarrolla en forma de curva ascendente. Trabajar esa materia puede llevarnos toda la vida.

Luego de meses de aplicarle paciencia a algo, justo cuando estoy a punto de resignarme, digo basta. El no se impone, sale enérgicamente, ni lo pienso. Digo no y, por algún motivo, eso que se me negaba sucede. Así funciona el mundo, como la psicología inversa aplicada a un nene de dos años.

No es posible saber qué es excusa para qué en la narrativa de María Lobo. Leo Ciudad, 1951, su última novela (1er Premio del Fondo Nacional de las Artes, 2022). La trama se enlaza, igual que los diálogos, de modo sofisticado. La historia de amor parece ser la excusa para el desfasaje temporal. La alteración del tiempo, la excusa para la ficción histórica. El dato hallado, la excusa para la exposición pornográfica de todo lo que se puede hacer con la palabra. Lobo es una escritora exquisita, exigente. Imagina una ciudad invisible –no elude la referencia a Calvino– y nos permite ver aquello que nos deslumbrará y deprimirá a la vez porque no ha llegado a existir. O “sí”. Una ciudad pensada, planificada, mapeada e incluso construida en buena parte. Una Ciudad Universitaria destinada a engalanar, a la europea, el cerro San Javier de San Miguel (de Tucumán), cuyo destino de polo educativo para toda Latinoamérica terminó convertido en una serie de ruinas fagocitadas por la yunga tucumana. Los personajes de Lobo nunca responden lo que se les pregunta. Azarosos y disruptivos, los diálogos entre Betina y Charles (o Tomás) saltan y desorientan para después responder y calmar el ansia de información que se va despertando en el lector. Una novela anárquica, contraria al uso utilitario del tiempo, en franca oposición a la soberbia sorda de las capitales y que discute con las lógicas obtusas del capital. Leer a Lobo es preguntarse desde dónde escribe. Nunca hay una línea que progrese en el sentido ordinario en que las cosas avanzan. Lobo narra desde los bordes hacia el centro, desde el pasado hacia el recuerdo del futuro. Narra con la voluntad de ser leída por un lector capaz de alimentar la interpretación. Hay una pregunta que recorre toda la novelística de Lobo: ¿se puede mirar/pensar a San Miguel desde la cima del cerro?, ¿y a la Argentina desde Tucumán? La respuesta podría estar en las mismas páginas, en las ruinas de aquel recinto iluminista hermoso y trágicamente imaginado.

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