Recibo dos libros de la editorial Anagrama. Se parecen bastante y son completamente distintos. Ambos tratan un tema omnipresente al que la literatura no se ocupa, acaso porque es mejor no pensar en él. Me refiero al trabajo, al trabajo asalariado, mal pago, estresante e insalubre. Es decir, a la mayoría de los trabajos, desde el periodismo a la peluquería, que dejan huellas en el cuerpo y en el alma. El primero de esos libros es de Ana Pacheco y se titula Estuve aquí y me acordé de nosotros; una historia sobre turismo, trabajo y clase. Da cuenta de una investigación periodística de varios meses entre los hombres y mujeres que se ganan la vida limpiando y manteniendo los hoteles de lujo y semi-lujo de Barcelona. Es un trabajo especialmente mal pago y con pocos incentivos. Los sindicatos han renunciado a pedir aumentos de salarios, los jefes los maltratan y casi no hay gratificaciones, salvo la esporádica noche que la empresa obsequia a sus empleados para que, cual cenicientas, vivan durante unas horas como aquellos a quienes diariamente sirven.
Pacheco, militante, pero ajena a los sujetos de su investigación, es radical en las conclusiones: el turismo, otrora denominado la “industria sin chimeneas”, no hace más que favorecer el calentamiento global gracias a la energía disipada en viajes, construcciones y frivolidades que arruinan el paisaje, deterioran el ecosistema y solo contribuyen al malestar general. Su propuesta para el futuro es simple: eliminar el turismo y vivir en un mundo más austero y más inmóvil, pero menos alienado y, de paso, salvar el planeta. Una forma novedosa del paraíso socialista, tal vez un poco aburrida.
El otro libro es La central, de Élisabeth Filhol, una novela de 2010 cuyo protagonista se ocupa del mantenimiento de las usinas nucleares francesas. Yann tiene un trabajo temporario, itinerante y de muy de alto riesgo: es imposible que el cuerpo no absorba radiación y su puesto depende de que no pase de cierto nivel. Aunque las condiciones laborales de Yann y sus compañeros parecen espantosas, Filhol no intenta hacer una denuncia. La central es un viaje a un mundo desconocido, no solo el de la estructura y el funcionamiento de las centrales nucleares sino a la propia energía atómica, a la misteriosa e invisible fuerza que asoma detrás del paisaje y que produce en quienes trabajan en ella una adicción inexplicable. Filhol se interna en los detalles del trabajo de Yann, en el complejísimo sistema que permite mantener las centrales “limpias” gracias a los frecuentes excesos de radiación que los obreros como Yann absorben diariamente. También da cuenta de la frialdad del sistema empresario encargado de gestionar las plantas, de la precariedad de la vida de Yann y del modo en el que el peligro crea una tensión tan insoportable que deforma hasta la vida social de los implicados, como ocurría años atrás entre los mineros de Qué verde era mi valle.
A diferencia de Pacheco, Filhol no propone la eliminación de la fuente de trabajo de su protagonista. Sin embargo, al internarse en su profunda angustia se encuentra con la gran paradoja que alimenta el libro: que la energía atómica no es ajena al horror, pero tampoco a cierta forma poderosa y perversa de belleza y de armonía con la que la humanidad convive sin prestarle atención.