Podría decirse que tomar en cuenta el riesgo es uno de los rasgos claves de la modernidad. No es factible la organización eficaz del capitalismo y la democracia sin considerarlo. Sin embargo, creer que calcularlo puede desterrarlo es un supuesto ingenuo. Por más que la racionalidad moderna estima indispensable controlar las contingencias que desatan determinadas decisiones, la historia reciente muestra el peso fatal de las conductas que se desentienden de las consecuencias. La razón moderna, heredera del optimismo ilustrado, no pudo erradicar las diversas formas de la irresponsabilidad. Al final del siglo pasado, observando las guerras que habían ocurrido en ese lapso, el sociólogo Anthony Guiddens concluyó que la modernidad posee un doble filo. Uno es luminoso y está vinculado con la ampliación de las oportunidades; el otro es sombrío y espantoso, expresado por la violencia, el totalitarismo y la injusticia.
El cálculo del riesgo dio lugar a una industria próspera, indispensable para la economía: las compañías de seguros, bajo las diversas formas que adquirieron. Su historia viene del origen de los tiempos, pero su organización sistemática ocurrió cuando los contratos se convirtieron en uno de los pilares del sistema económico. Si bien el valor de arriesgar estuvo vinculado con la épica de los fundadores, en la medida en que el capitalismo se institucionalizó, el control del riesgo se tornó metódico. La conducta de los primeros empresarios que, para hablar en los términos del sociólogo David Riesman, llevaban una brújula en su pecho que les indicaba hacia dónde ir a riesgo de fracasar, trocó por las antenas de sus descendientes, que buscan referencias en los otros, acotando el arrojo. Si la originalidad del padre fundador consistía en arriesgar, la de sus sucesores consiste en conservar y acrecentar. Los casos de Ford y Disney, entre tantos otros, lo atestiguan.
En la Argentina, desde hace tiempo, el riesgo y su estipulación forman parte del lenguaje cotidiano de la gente, debido a un término que atormenta a los gobiernos: “el riesgo país”. Podría decirse, utilizando el vocabulario de la sociología política, que este indicador constituye una de las herramientas de la dominación que ejerce una potencia hegemónica sobre las naciones subordinadas. Es nada menos que el criterio para determinar si un país emergente recibirá dinero (público o privado) en la moneda con que se efectúan las transacciones internacionales. Es decir, si hay riesgo, no habrá dólares. Y si no hay dólares, las transacciones serán casi imposibles. El cálculo del riesgo está normalizado: lo efectúan, en base a scorings, las ineludibles calificadoras de riesgo. Según estas, la salud macroeconómica es la llave para desterrar el riesgo. Pero no es la única. La política, cada vez más, ocupa un lugar significativo en la estimación del peligro que afronta el capital.
En los prospectos de las calificadoras de riesgo, o en la definición del término “political risk”, ampliamente disponibles en Google, se exponen los rubros considerados relevantes para medirlo. La página web de Allianz, por ejemplo, define el concepto como “la posibilidad de que su negocio pueda sufrir debido a la inestabilidad o cambios políticos: conflictos y disturbios, cambios de régimen o gobierno, cambios en las políticas internacionales o relaciones entre países, así como cambios que se produzcan en las leyes comerciales o regulaciones de inversión”. Según esta aseguradora los principales tipos de riesgo políticos son: la guerra, el terrorismo y los disturbios civiles; la decisión unilateral tomada por una entidad estatal de rescindir un contrato; los cambios de leyes, regulaciones o jurisdicciones; y la orientación geopolítica. La conclusión de Allianz es convencional, propia de una compañía dedicada a cubrir las contingencias de sus clientes: “Cuando se trata del riesgo político, decimos que podría definirse hasta cierto punto por su imprevisibilidad”.
¿Alcanzan estas prevenciones de manual para mitigar la incertidumbre en la época del Trump recargado o de Javier Milei, su máximo émulo en el mundo? Acaso si los calificadores del riego país, embelesados con cuantificar, le prestaran atención a la historia y la literatura, le otorgarían mayor importancia a una cualidad que viene de Grecia clásica y que ensayistas y periodistas actualizan cada vez con más frecuencia frente a los ultras –antes de izquierda, ahora de derecha– que azotan al mundo. Ese atributo, inequívocamente riesgoso, se llama hybris y es distintivo de la tragedia griega. Significa desmesura, exceso, transgresión, soberbia y, como colofón, ceguera. Trump acaba de ofrecer una muestra brutal de la hybris que lo domina: humilló a Europa, al votar junto a Rusia, mintiendo acerca del origen de la guerra de Ucrania. Su delirio rebasó todos los límites, hasta maltratar a Zelenski ante el mundo entero. Apuesta a repartir el planeta entre imperios, con absoluto desprecio por la democracia liberal, del que su país fue cuna junto con Francia e Inglaterra.
Ante esas conductas, hybris debe vincularse con “hamartía”, el error fatal de los héroes que los lleva a la perdición. Trump no es Hitler o Mussolini, aunque sus fanáticos provoquen con el saludo fascista. Sin embargo, el aire de familia que lo une a ellos debería recordarle el destino que tuvieron, ciegos y arrogantes como los personajes de la tragedia griega. El Führer, creyéndose invencible, invadió Rusia sobrevalorando la fortaleza de su ejército, que terminó sepultado bajo la nieve de las estepas, como él lo estaría dos años después debajo de la Cancillería del Reich. El Duce, convencido de que Hitler ganaría la guerra, se subió al carro triunfal para terminar colgado en una plaza de Milán.
En Argentina, Milei parece dispuesto a todo lo que sus humores le inspiren y una oposición claudicante le facilite, inspirado en Trump, al que ha elegido como amo. En esas condiciones, la velocidad de la depredación se acelera. Negar a Ucrania después de haberse alineado fervorosamente con ella constituye una muestra particularmente vergonzosa del fraude libertario. La liviandad para desconocer el contrato implícito con un aliado podría anticipar algo más peligroso: que los contratos económicos tampoco estén seguros, que si al líder dejan de convenirle vuelen por los aires. Jugar a las criptomonedas viles o encumbrar a un juez sospechado de corrupción tampoco los preserva.
El riesgo de la hybris, que muchos temían, reverdece y late inquietante, más allá de los supuestos prodigios de la macroeconomía.