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El regreso del regreso de Casanova

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Giacomo Casanova es inabarcable, ineluctable. Admirable, como tituló Phillippe Sollers su ensayo sobre el aventurero y filósofo veneciano, de quien defiende su presunta nacionalidad francesa aludiendo a que escribía en francés, y nada hay más francés que escribir en francés. Una sola vez Casanova tomó la pluma para escribir en italiano, y fue cuando, cansado de repetir en cada corte que frecuentaba la historia del duelo de honor del que salió vivo pero maltrecho, dio a conocer al mundo un breve anticipo de sus Memorias. Sollers saca a Casanova del tugurio libertino y superficial en el que se lo colocó a base de recopilaciones y censuras, y dice, sin que le tiemble la voz, que Casanova es el mejor escritor del siglo XVIII.

Eso debe de ser cierto, si se piensa en la cantidad de casanovistas que satelitan el planeta, confirmando y desestimando datos, fechas, lealtades y amores. Y debe de ser cierto si se piensa en la cantidad de libros que siguen hablando de él e interpretándolo. E incluso ampliando el panorama de sus aventuras, adjudicándole historias que Casanova no vivió, pero que podía haber vivido. 

El mejor ejemplo es El regreso de Casanova, de Arthur Schnitzler, una pequeña obra maestra atada a la realidad por pequeños hechos reales, pero totalmente inventada. Schnitzler, como Sollers y tantos otros, conocía en detalle las tribulaciones del caballero de Seingalt, y como siempre, el conocimiento amplía el panorama de las expectativas, fomenta la creación y la ficción, llega a la verdad por otros atajos. 

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Lo bueno que tienen los films malos es que de inmediato nos llevan a pensar en los films buenos. Los contrarios se atraen, y eso ocurre viendo el film El regreso de Casanova, de Gabriele Salvatores, basado en el libro de Schnitzler. En realidad, la mitad del film está basada en Schnitzler, la otra cuenta los avatares y conflictos de un director de cine que en el declive de su carrera decide filmar El regreso de Casanova de Schnitzler, y que encuentra ciertas similitudes entre el “filósofo de la acción” del siglo XVIII y él mismo. La historia de Schnitzler es maravillosa, o mejor dicho hubiese podido serlo, porque Salvatores la interrumpe todo el tiempo para contar la historia pueril de un director de cine conflictuado, excéntrico y atormentado, y eso le quita tiempo para dedicarse a narrar lo único que hubiese valido la pena, sin cercenaciones y reduccionismos que lavan la historia de Schnitzler, como Santa Verónica lavó el divino rostro: Salvatores se lleva la sangre y el sudor del Casanova de Schnitzler, y lo que queda es solamente banalidad y lujuria.

Un film es malo porque hubiese podido ser bueno. Y para eso no hacía falta tanto. Después de Ocho y medio, de Fellini, los directores italianos deberían cuidarse mucho de mostrar a un director de cine en plena crisis creativa. Cualquier director de cine en la pantalla pendiente de las expectativas de los demás y asediado por los fantasmas del pasado parece estúpido al lado del Guido Anselmi interpretado por Mastroianni. El libro de Schnitzler data de 1918. Hubo que esperar 105 años para que alguien se dignara a llevar su historia al cine por primera vez. Solo espero que no haya que esperar tanto para que alguien lleve al cine esa historia una vez más, omitiendo poco y, en lo posible, recreando nada. Y que no sea bajo la batuta de un italiano: no se puede estar al mismo tiempo en la platea y en el escenario. Schnitzler era austríaco, y entendió todo. Salvatores es napolitano, y eso lo hace casi italiano. Puede ser que entienda muchas cosas, pero de Casanova no entendió nada.