El fin del mundo, el fin de los tiempos, el apocalipsis como punto final. El gran cataclismo del mundo humano para dar lugar a la soledad de sus rastros. Un inmenso cementerio de valores simbólicos representados por estatuas de sal, de arena, a merced del viento y el cataclismo. ¿Qué testigo existe capaz de sobrevivir a semejante futuro? Uno solo, que proviene del pasado, de cuyo relato encarna la lengua en su máxima y última expresión: el escritor.
El último hombre de M. de Grainville (Jean-Baptiste François Xavier Cousin De Grainville, 1746-1805) es un gran poema en prosa. Grande, porque al expandir la narración de la sed por el saber (donde Dios está o no, y tampoco es imprescindible, porque se trata del final), al conformar un relato de la historia que todavía busca su propio límite en lo concreto, creó una nube fantástica que fundó un género.
¿O fundó la novela en sí y para sí? Diez cantos conforman la estructura de este viaje de aventuras. De la vieja Europa a la incógnita de América, como Brasil, como Perú, como si en esas palabras la extrañeza fuera el motivo de supervivencia. De la conquista, de la colonia, una sombra de libertad representa el monstruo contemporáneo expandiendo su alteración a todo el planeta. La Revolución francesa fue esa pólvora esparcida sin responsables visibles más que el concepto de masa. De hecho, Grainville utiliza el discurso de púlpito, la arenga entre religiosa y adivinatoria, con su pase mágico, por el que una única pareja, el último amor, puede salvar lo humano como tal.
A la manera de un viaje dantesco, en el Canto Quinto puede leerse: “Creo estar viendo las ruinas de un mundo.” El infierno del Dante encarnado en lo actual, en este movimiento donde el valor de la vida es una pérdida en lo eterno. Y entonces, a pocas líneas, el escritor confirma: “El sabio feliz en las ruinas del universo no es más una fábula.” El sabio feliz es él mismo. El que sabe y, consciente de su privilegio al escribir, se hace del Tiempo (universal, único, común e individual). Todo el Tiempo, como ente motor de la novela por su perduración infinita en la lectura. La fábula convertida en extenso relato, con estructura dimensional, como retrato de un gesto irrepetible, tiene un nuevo privilegiado, el testigo que escribe con palabras mágicas, incautadas a su creador, que reconstruyendo el pasado tendrá sobrevida a los actos más aborrecibles de la humanidad. Porque la novela es inmutable.
Ya en el Canto Octavo, el narrador expone tal tráfico de la palabra divina a narrativa: “El Eterno había escrito en los libros de los destinos que conservaría la tierra en tanto el género humano tuviera el poder de perpetuarse. Ve que Sideria no sobrevivirá a la huida de Omégaro, y que la única mujer fecunda entre los hombres va a perecer. Libre de sus promesas y de las leyes que se impuso, Dios da la primera señal de la resurrección de los muertos. Los cielos responden a ella con gritos de alegría; los infiernos se estremecen; sus habitantes se hunden en las llamas para esconderse. Unos ángeles situados a los pies del trono de Dios tocan las trompetas del último día, cuyo estruendo es oído hasta los límites del universo. Enseguida los cuerpos que esconden sustancias del hombre se apresuran en devolverlas. En el norte, el hielo se rompe para darles paso. En los trópicos, el Océano borbotea y los vomita en sus orillas. Salen de las tumbas que se abren, de los árboles que se parten, de las rocas que se rompen, de los edificios que se derrumban. La tierra es un volcán inmenso de donde, a través de una cantidad infinita de bocas, se lanzan al aire osamentas y cenizas.”
Política y religión se atraviesan sobre el espacio político de lo real. Con el advenimiento del Terror, Grainville cae en desgracia. Su sacerdocio en apoyo de la revuelta queda como una mancha insoluble hacia el futuro, Grainville cae en desgracia. Su sacerdocio en apoyo de la revuelta queda como una mancha insoluble hacia el futuro, y en nada ayudará su hermano mayor, Guillaume-Balthazar, obispo de Cahors designado por Napoleón. La ruina y la depresión ya estaban en el camino de Jean-Baptiste. Obligado al matrimonio, sin acceso a fortuna alguna, ni como educador privado tiene éxito. Y en ese derrumbe, escribe El último hombre. Saludo final antes de arrojarse al río y salir de escena.
Anne Merchant en “El último hombre de Grainville. Religión y revolución” (Revista Tumultes, 2003/1 N° 20, Éditions Kimé), advierte: “Lo que llama la atención en la primera lectura de la obra es la variación de los espacios, la fragmentación de los tiempos, que rompe toda historicidad y la concepción universalista del género humano; El último hombre se presenta inmediatamente como el efecto metafórico de la Revolución, un acontecimiento devastador que pretende tocar a todos y cada uno de los hombres.”
Y esas secuelas, según los editores de Hiperbórea, marcaron la novela moderna en Arno Schmidt, Marlen Haushofer, M. P. Shiel, Max Frisch, George Stewart y Guido Morselli. Pero hay mucho más allá, más proyección en la historia de la literatura. En la inglesa, una evidente: El último hombre (1826) de Mary Shelley. Pero en su propia lengua lleva a preguntarse cuánto del aventurero Grainville existe en la actividad religiosa de Fabrice en La Cartuja de Parma (1839) de Stendhal (Henri Beyle). Y por qué no, encontrar que ese derrumbe de lo sólido en la existencia efímera también se incluye en el final, a todo desastre descriptivo, de Una ciudad flotante (Une ville flottante), novela de Julio Verne publicada por entregas entre 1870 y 1871, en Journal des Débats Politiques et Littéraires. Allí Elena emprende un viaje material y simbólico, hacia su pasado, a bordo del transatlántico Great Eastern. El final tiene la dimensión catastrófica del volumen narrativo expresado por Grainville.
Lejos de la mística helénica, pero recurriendo a sus héroes como últimas pruebas de lo humano, la disrupción señalada por Merchant es producto de una serie de frases subordinadas, complejas, donde la lectura se diluye en un efecto anterior a todas las lecturas. Como un legado universal que precede al saber de todos los hombres y sus creencias, sus leyes. Cabe destacarse la excelencia en la traducción realizada por Valeria Castelló-Joubert, donde la intrincada prosa de Grainville relanza un timbre de voz indiscutible, el del último que habla, contra el viento final, contra esta tierra arrasada de todo saber y entendimiento, por obra del mal humano, género que crea todo tipo de civilización para disimular un daño irreversible, también inevitable. Sí, esta novela es sobre la pesadumbre de una certeza: estamos condenados.