Empecé a leer una novela llamada Nido de ratas, firmada por Michael Dibdin y publicada en 1988. Resultó la primera de una serie de once policiales protagonizadas por el detective Aurelio Zen, un veneciano que trabaja para la Policía del Estado, que, a diferencia de los carabinieri, depende del Ministerio del Interior. El principal rasgo del cuerpo para el que trabaja el protagonista es que es completamente corrupto, y Zen ha sido limitado a tareas administrativas después de que, durante el secuestro de Aldo Moro, siguió una pista que podía demostrar que las “altas esferas” podían tener algo que ver con el asesinato del líder político. En realidad, la corrupción policial es solo parte de una putrefacción generalizada que abarca a políticos, jueces, empresarios y periodistas, que además tienen profundos lazos con el crimen organizado. Todo lo que hace el aparato burocrático del que Zen es un apéndice tiene que ver con los negociados inmobiliarios, el ocultamiento de pruebas, el encarcelamiento de los inocentes y la protección de los culpables.
Las novelas de Zen (después de Nido de ratas leí la segunda, Vendetta) exhiben una profunda sensación de asco por un Estado que está al servicio del delito pero que emplea al treinta por ciento de la población, un ejército de funcionarios públicos vitalicios y haraganes que acomodan a los parientes y dejan de trabajar a las dos de la tarde. Dibdin reúne en la misma bolsa de ratas a los demócratas cristianos, a los comunistas (las dos grandes mayorías de posguerra) y a los partidos menores, todos al servicio de un sistema capitalista prebendario y un estatismo suicida, pero también de una sociedad que hace ostentación de su codicia y de su vulgaridad (cualquier semejanza…). Mientras leía Nido de ratas pensaba cuán despectivos podían ser los italianos con su país, pero solo al terminarla me di cuenta de que Dibdin (1947-2007) era un inglés que vivió cuatro años en Italia y terminó radicado en Canadá. Es evidente que no se enamoró del país (aunque trata a Venecia con mucho más respeto que a Roma), como le ocurrió a Donna Leon, la estadounidense responsable de crear otro policía veneciano, el comisario Brunetti, al que le dedicó treinta y dos novelas.
A diferencia de Brunetti, Zen es un policía oscuro, tremebundo (leí que la serie se pone más sórdida con el correr de los episodios), convencido de que solo la casualidad permite obrar correctamente porque la corrupción todo lo abarca, especialmente las conciencias. Por otra parte, las tramas son increíblemente embrolladas y suele haber en ellas varias operaciones criminales que se superponen y entrelazan mientras el detective asiste atónito a una serie de enigmas que el lector apenas alcanza a reconstruir y solo al final se resuelven. Por otro lado, Dibdin es un poco latoso, le encanta que su policía filosofe, que dialogue consigo mismo mientras sufre mal de amores. No logro entender cómo llegó Dibdin a completar once volúmenes pero entiendo que no haya tenido un éxito demasiado resonante (sobre todo en Italia). Sin embargo, tiene un singular talento para que los lectores sientan que el mundo es un lugar demasiado injusto y cruel como para que los policías íntegros nos salven de sus calamidades. En fin, creo que eso es todo: dos entregas de Zen me dejaron a la miseria.