El pensador inglés Nigel Warburton logró popularizar la filosofía a través de sus columnas, libros, apariciones televisivas y podcasts sin renunciar por ello a los estudios y escritos académicos en los cuales se centra en temas de ética y estética. Director de cursos de escritura en la Open University, de Londres, Warburton es autor, entre otras obras, de Pensar (de la A a la Z), un muy didáctico y exhaustivo ensayo en el que desmenuza las falacias y otras trampas de la mente que obstaculizan el pensamiento crítico, una de las carencias más graves y extendidas en la actualidad. Y describe cuatro obstáculos que impiden el desarrollo de ese pensamiento: basar argumentos en lugares comunes; encandilarse con razonamientos seductores pero improbables; las técnicas de persuasión y evitación, y los factores psicológicos que obstaculizan el ejercicio de pensar. Warburton examina falacias, falsas afirmaciones, falsas conclusiones, argumentos por reducción al absurdo, contradicciones, conclusiones incomprobables, generalizaciones y otras zancadillas mentales que, consciente o inconscientemente, traban la posibilidad de pensar con claridad.
A medida que se avanza en la lectura del libro de Warburton, quien escribe con didáctica claridad y con una ironía muy británica, es posible advertir hasta qué punto en las conversaciones, declaraciones, actitudes, discursos y escritos con que nos cruzamos a diario en charlas, encuentros, lecturas, posteos en redes sociales, presentaciones radiales y televisivas y, sobre todo, en afirmaciones y peroratas de gobernantes y políticos en general, están presentes y actuantes esas trampas. En la verba insolente y desbordada de Javier Milei y en su incontinencia oral, que por diferentes razones (miedo, obsecuencia, conveniencia, fanatismo cortesano), no suele encontrar límites o cuestionamientos que obliguen a debatir, se pueden rastrear varios de los puntos estudiados por el filósofo inglés.
Allí está, muy a la vista, la falacia ad hominem (contra la persona), descrita por Warburton como una forma de desviar el debate atacando a la persona que está exponiendo un argumento, en lugar de discutir sobre el argumento en sí. Es un acto retórico que se propone desacreditar a la fuente de un argumento, aunque deja intacto el argumento en sí. “En la mayoría de los casos, insiste el pensador, la falacia ad hominem se centra en aspectos irrelevantes de la personalidad del argumentador y desvía la atención respecto de los argumentos postulados”. Para peor, en este caso, la falacia se ejecuta invariablemente a través del insulto.
Otro ejemplo es el de la falacia ad ignoratiam, que se produce cuando se da por cierta una aseveración por el solo hecho de que no se le haya opuesto de inmediato un argumento. La costumbre del Presidente de no debatir con un interlocutor real, presente, en carne y hueso, o de dar entrevistas solo a periodistas que no repreguntan o que asienten en silencio (algo que recuerda a los boxeadores que hacen sombra) permite que esta falacia se evidencie con frecuencia. A ella se podría sumar la falacia de bifurcación o falacia “blanco o negro”, que, señala Warburton, “consiste en clasificar cada caso específico como ejemplo de uno de dos extremos, cuando de hecho entre ambos existe una gama de posiciones posibles”.
Se trata apenas de tres muestras de las muchas que se pueden rastrear en este ensayo frondoso en ejemplos. Si algo tienen en común es que funcionan como creencias cerradas, como dogmas incontrastables, muy verificables en personas o sistemas autoritarios o en personalidades intolerantes. Y que poco tienen que ver con la auténtica libertad. Mucho menos, con la libertad de pensamiento.
* Escritor y periodista.