Fue tal vez por cortesía. O tal vez para ufanarse. O tal vez para precaverme, en un gesto de amistad, y que yo me pusiera a salvo de su fulminante arma secreta. Que dejó de ser secreta, por cierto, pues él mismo me la reveló sin que yo se lo inquiriera. Estábamos en el tema del fútbol y me hizo saber cuál es su treta, cómo es que le resulta infalible. “Yo soy hincha de R”, declaró, y a continuación especificó: “Pero soy un hincha tibio, no le doy demasiada bola”. “¡Eso es ser hincha de R!”, lancé yo al instante, pero él no se inmutó. En seguida sabría por qué.
Me explicó que ahí, justamente ahí, radica su poder. Lo describió entre suaves sonrisas: lanzar a los hinchas de B sus pullas, sus chicanas, sus bromitas, hasta encenderlos de enojo; total a él las réplicas, por certeras y lapidarias que sean, le resbalan olímpicamente. Es su indolencia, y no su fortaleza, es su indiferencia, y no su convicción, lo que lo hace virtualmente invulnerable.
El fútbol es un asunto menor, por supuesto (y la pasión del futbolero, aunque lo sepa, consiste en tratarlo y vivirlo como si fuese un asunto mayor). Pero lo que este hombre me deslizó trasciende el fútbol bajo toda evidencia. Define en su esencia misma un principio de disparidad, tanto como la relación de poder que de ese principio de disparidad se deriva. Una asimetría rotunda, contundente, eficaz, irremontable: la que existe, a propósito de un determinado tema, entre uno al que ese tema le importa y otro al que ese mismo tema no le importa para nada. El primero puede tener al respecto posiciones muy bien fundamentadas, puede tener razón, puede respaldarse incluso en una verdad patente; frente al otro, sin embargo, que simplemente se encogerá de hombros, tendrá todas las de perder. Y tanto más las tendrá si el otro, afincado en la indolencia, ensaya incluso alguna vana mofa.
Si la cuestión es un descenso, si es la cancha más grande o más chica, si es Juanfer o el Chapa Suñé, todo puede quedar en la anécdota, porque se trata solamente de fútbol. Pero a menudo el intercambio se suscita en torno de asuntos de evidente mayor importancia, como por ejemplo la guerra en Medio Oriente, o la vasta masa de desocupados que hay en la Argentina, o la necesidad de brindar contención y recursos a las víctimas de violencia de género. Entonces ya cobra otro tenor, un tenor para nada ligero, el principio de disparidad de base: hay alguien al que eso de que se trata le importa mucho, y hay otro al que no (está dispuesto al “jajaja” que idiotiza esta época, a la mentira impune que la invade, a la opción hoy por hoy muy disponible de decir por decir cualquier cosa).
Es obvio (¡es más que obvio!) que conviene sustraerse de los esquemas de esta índole: solo sirven para engranarse. Pero lo cierto es que los tiempos que corren los favorecen en general. En parte porque las redes, entre otras cosas, enredan, y así cualquiera puede quedar enganchado, en la hipnotización virtual, con otro al que en la vida real no le habría dedicado ni un minuto, o con otro al que en la vida real ya atinó a sacarse de encima. Pero en parte por otro motivo más, que es que el show del cínico ha ido ganando adeptos en la sociedad, a la par que el propio cinismo, y se montan programas de televisión (televisión en su soporte tradicional o en alguno de los nuevos soportes) montados justamente así: dado un tema X, se pone de un lado a uno al que X sí le importa, le dedica tiempo y esfuerzo, es su pasión o es su lucha; del otro lado, se pone a un petulante, a un displicente, a un mero provocador, a un frívolo al que X lo tiene tan sin cuidado que no tendrá problema alguno en dedicarse a hacer caritas y decir bobadas, a ser hiriente y desentenderse.
La cosa probablemente termine mal, y el colofón banal será una compulsa no menos banal: ¿quién domó a quién? ¿Quién fue el chad? ¿Quién fue el cogido? ¿La cara fue en busca del bife? ¿O el bife fue en busca de la cara? La cosa en efecto probablemente termine mal, pero el problema no es tanto ese, sino más bien cómo empieza, es decir, por qué empieza, y más aún, para qué empieza. Y una vez que empieza, por qué seguir, para qué seguir.
“¡B y R, R y B! ¡Qué disputa baladí!”, le propuse a mi interlocutor. “Claro, claro”, me concedió. Sabía bien que yo mentía. Lo sabía demasiado bien.