El pedido de auxilio desesperado de parte del gobierno de Javier Milei al Fondo Monetario Internacional volvió a instalar la polémica sobre la deuda en el centro del debate público.
En el programa Comunistas, que conduce Juan Di Natale por BravoTV, tuvo lugar una interesante discusión sobre el carácter de la deuda externa y sus consecuencias para la economía de nuestro país.
Un problema de base que se presenta de manera recurrente al abordar la cuestión de la deuda es considerarla una mera transacción entre bancos o entidades financieras y países deudores presuntamente “libres” e “iguales”. La realidad es bien diferente: la deuda concentra una relación de poder y es un mecanismo de expoliación. Si no se entiende esta característica esencial, no se comprende nada de su verdadera naturaleza.
La deuda externa es un problema que acompañó a prácticamente toda la historia de la Argentina moderna, pero dio un salto exponencial en la última dictadura militar. Cuando tuvo lugar el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, la deuda externa era de 7.800 millones de dólares. Hacia 1983 había escalado un 364% y alcanzó la friolera de 45.100 millones de dólares. Detrás de esas cifras demenciales, y mientras miles de personas eran asesinadas en los centros clandestinos, el país sufría una rotunda transformación regresiva que Rodolfo Walsh supo sintetizar como nadie en su legendaria “Carta a la Junta Militar” escrita en 1977: “Un descenso del producto bruto que orilla el 3%, una deuda exterior que alcanza a 600 dólares por habitante, una inflación anual del 400%, un aumento del circulante que en solo una semana de diciembre llegó al 9%, una baja del 13% en la inversión externa constituyen también marcas mundiales. (…) Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta solo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales encabezados por la ITT, la Esso, las automotrices, la U.S. Steel, la Siemens, al que están ligados personalmente el ministro Martínez de Hoz y todos los miembros de su gabinete (…)”.
Para coronar esta operación de saqueo, la deuda privada fue estatizada y fue uno de los pocos momentos en que los capitalistas se volvieron fervorosamente “socialistas”: socializaron sus deudas.
Los ciclos de endeudamiento en los países como la Argentina no tienen que ver con sus necesidades internas o con las políticas de sus gobiernos, responden a la situación económica de los acreedores, a la liquidez internacional o a la tasa de ganancia en una determinada etapa. La deuda no tiene lugar por el déficit, el déficit se produce por la deuda. Cuando la relación se transforma en un círculo vicioso en el que conviven un deudor que no terminará jamás de pagar y un acreedor que no agotará nunca los intereses de deuda, no se trata de una simple relación crediticia entre supuestos iguales, sino de un mecanismo de dominación económico-política entre países opresores y países oprimidos.
La deuda implica la sustracción de una masa de divisas que siempre es mayor a la que se introdujo al comienzo del ciclo de endeudamiento. Y nunca jamás esos dólares tuvieron como destino el desarrollo o la industrialización porque básicamente se utilizaron para el repago de nueva deuda o para la fuga de capitales.
El negocio esencial de los acreedores no radica simplemente en otorgar un préstamo y luego cobrarlo con jugosos intereses. Siempre se garantizan los mecanismos para la fuga de capitales que permitan resguardar su dinero ante eventuales estallidos (por devaluaciones o default) del país sobreendeudado.
Otro aspecto fundamental del “negocio” del endeudamiento es la posibilidad de participar en el diseño de la política económica del país endeudado, no solo para garantizarse el cobro, sino para defender (o imponer) los intereses de las empresas multinacionales o monopolios a los que responden.
La película, que siempre es la misma, se desarrolla de la siguiente manera: deuda, fuga de capitales, déficit fiscal, devaluación y nueva deuda para pagar los intereses de la deuda anterior. Los principales beneficiados son los grandes capitales (locales o extranjeros), que luego sermonean a las mayorías populares (que no vieron un solo dólar de esa deuda infame) para que acepten el necesario ajuste porque “el país ha gastado por encima de sus posibilidades”.
Desde el punto de vista económico-político, este es el mecanismo a través del cual opera la deuda como herramienta de depredación y desfalco. Desde el punto de vista jurídico, existe una amplia experiencia que habilita el repudio de la deuda odiosa.
Según la doctrina internacional elaborada en 1927 por el prestigioso jurista y profesor de Derecho ruso Alexander Sack, existen dos características esenciales para considerar “odiosa” una deuda: la primera es la ausencia de beneficio para la población porque fue contraída contra el pueblo, el Estado y/o en beneficio individual de los dirigentes o personas próximas al poder; la segunda es la complicidad de los prestamistas, precisamente porque los acreedores sabían (o estaban en condiciones de saber) que los fondos facilitados no favorecerían a la población. En nuestro país podríamos rebautizarla como la “doctrina Caputo” porque calza exactamente con el modus operandi del ministro de Economía.
Se la ha denominado como doctrina de la “deuda odiosa, execrable, ilegítima o injusta” y fue puesta en práctica en numerosas ocasiones a lo largo de la historia.
La disciplina está presente en la discusión sobre la obligación de pago de la deuda externa en aquellas naciones en las que existieron dictaduras, monarquías absolutas o gobiernos no democráticos. Sin embargo, para Sack, la naturaleza despótica o democrática de un régimen no es determinante.
La deuda externa argentina, de conjunto y desde tiempos antediluvianos, puede ser catalogada como “odiosa”, la que se contrajo en el último período es un caso paradigmático: ni un dólar benefició a la población y sí al personal dirigente o a quienes estaban próximos al poder.
El único camino, no fácil ni simple, aunque sí realista, es el repudio de la deuda odiosa.
De lo contrario, se pueden seguir manifestando expresiones de deseo u océanos de buenas intenciones que afirmen que en realidad “el problema radica en que hay que saber utilizar los recursos obtenidos por la deuda para usarlos ‘bien’ y en beneficio del desarrollo del país”, pero la realidad es que el mecanismo de la deuda está diseñado precisamente para evitar que eso suceda. No es que los países deudores no saben “utilizar” la deuda; son los países acreedores los que imponen “los usos” de la deuda en su propio beneficio con la complicidad de las elites locales.
Podemos parafrasear –una vez más– a Fredric Jameson y afirmar que es más fácil imaginar el fin del mundo, incluso el fin del capitalismo, antes que el cambio por las buenas de los mecanismos salvajes de expoliación de la deuda eterna. Precisamente porque en ese dispositivo reside el poder de la deuda y la deuda como relación de poder.