COLUMNISTAS
opinión

El patoterismo de Estado

090325_milei_caputo_legislativas_cedoc_g
Dos muestras. El aparato comunicacional del Estado cortó la cabeza de la vice en la transmisión. Y Caputo fue a apretar a Manes. | cedoc

Lo curioso no es que un presidente use los recursos del Estado para apretar a opositores, empresarios, economistas y periodistas. Esa suele ser una triste tradición de la política argentina.

Lo novedoso es que quien usa el aparato del Estado contra los críticos es alguien que dice que quiere destruir al Estado. Será que, antes de destruirlo, pretende usarlo para destruir a quienes se atrevan a enfrentarlo.

Santiago Caputo se ríe cuando le cuentan del caos que subsiste en ministerios y secretarías, con funcionarios que un día asumen y al siguiente son echados, y trámites inconclusos a falta de cargos por cubrir. “¿De qué se quejan, si nosotros vinimos a destruir al Estado, no a mejorarlo?”, dicen que responde.

Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Hoy más que nunca Suscribite

El apriete estatal. Pero, en el mientras tanto, este Caputo usa al Estado como herramienta de castigo a través de la SIDE (de donde salen los fondos para sostener el aparato oficial de trolls, entre otras persecuciones) y del control de la publicidad pública, en especial por medio de YPF, cuyo vicepresidente es Guillermo Garat, su socio en la consultora Move y responsable de repartir pauta entre medios y periodistas adictos.

Caputo también maneja la Secretaría de Educación, con Alejandro “Galleguito” Álvarez como su mano ejecutora. El funcionario, hijo del fundador de Guardia de Hierro (aquella organización que en los 70 terminó ligada al neofascismo local), es señalado por algunos rectores como “el Guillermo Moreno” de Caputo, por la violencia que demuestra cuando los recibe. De allí provienen los castigos económicos y burocráticos a aquellas universidades que no se alinean con la batalla cultural libertaria.

En idéntico sentido Caputo utiliza el aparato comunicacional del Estado. El oficial, mantenido directamente por el erario público; y el privado, que le es funcional a cambio de dinero y negocios. En este caso, sus manejos se ejecutan bajo la dirección conjunta de Karina Milei.

El uso de ese aparato comunicacional durante la transmisión de la apertura de sesiones ordinarias alcanzó un nivel orwelliano de control estatal. No solo se impidió el normal trabajo de los periodistas y fotógrafos dentro del Congreso, sino que durante todo el discurso de Milei se invisibilizó la imagen de cualquiera que el Gobierno considerara opositor.

Las cámaras estatales llegaron a cortar, en distintos tramos, la cabeza de la vicepresidenta, a quien el Presidente además retó en público porque por error había dado por finalizado su discurso antes de que él se despidiera con su habitual alabanza a las Fuerzas del Cielo. Las cámaras tampoco registraron las reacciones de los pocos opositores presentes y todo concluyó con un hecho tan grave como caricaturesco.

El patoterismo como política de Estado es riesgosa. No solo para la sociedad, sino para los propios patoteros

Fue cuando Milei comenzó a insultar a alguien al que no se mostraba. Las cámaras se detuvieron en el mandatario, en sus gestos burlones y en los aplausos festivos de las bancadas oficialistas. El hecho de negarle a la víctima del ataque el mínimo derecho a su imagen, mientras se instaba al resto a reírse de él, recuerda al terrible bullying que el Presidente sufrió de chico de parte de sus padres (presentes en un palco) y de sus compañeros de escuela.

Ningún presidente nace cruel. Pero algunos terminan replicando de grandes la crueldad que recibieron de niños.

Orwell. Hasta la finalización de la transmisión oficial, la audiencia no supo qué estaba pasando en ese lugar del recinto al que Milei dirigía sus insultos y su mirada. Se supo después, cuando gracias a distintos videos de celulares, se vio que se trataba del diputado Facundo Manes, acusado de desconcentrar al Presidente por blandir en su mano un ejemplar de la Constitución.

Lo que también indicaron esas imágenes no oficiales fue que Santiago Caputo, tras gritarle desde su palco, bajó para amedrentar a Manes en persona antes de que se retirara. Allí se vio cómo el “estratega” pegaba su cara a la del diputado, le aplicaba unas palmadas en el pecho y se alcanzó a escuchar que le decía: “Vos no me conocés, pero ya me vas a conocer”.

Tres días después, Trump daba su primer discurso ante el Capitolio. Él, al igual que Milei, preferiría un mundo sin periodistas. Pero Trump no usó el poder del Estado para prohibir el trabajo de la prensa ni ordenó que las cámaras de TV invisibilizaran a quienes no lo aplaudían.

Manes luego denunció a Caputo ante la Justicia. Sostuvo que se sintió amenazado por “el hombre más poderoso de la Argentina”, quien le habría dicho que le “va a tirar a todo el Estado encima”.

El miedo como factor. Pero el patoterismo de Caputo no existiría sin la violencia gestual y discursiva que siempre demostró su jefe, el hombre al que este asesor sueña con convertir en “emperador”.

El patoterismo como política de Estado usa la violencia como factor de negociación y habilita a sus funcionarios a hacer lo propio. Desde que era panelista de los programas de la tarde, Javier Milei acostumbró a las audiencias a que los insultos y la ira podían ser parte de cualquier debate.

La naturalización de la violencia hizo estragos en la historia argentina. En Milei, no se trata de violencia física, aunque por la gravedad de lo que expresan sus ataques, pueden generar consecuencias similares. Ya sea por asociar la homosexualidad con la pedofilia y a los inmigrantes con el delito, o por calificar a los opositores de ratas que merecen ser gaseadas y de “zurdos que hay que perseguir hasta el último rincón de la Tierra”. O por su llamado a organizar milicias populares como en la Antigua Roma y por las presiones a los gobernadores amenazándolos con quebrar a sus provincias: “Los voy a fundir a todos.”

No es estratégico. Usan el miedo como factor de poder, pero son ellos en estado puro. Ese es el mayor peligro

Puede que el patoterismo sea justificado por algunos mileístas como una estrategia para disfrazar su debilidad de origen. Algo así como decir: “No tenemos demasiados legisladores, ni estructura partidaria ni funcionarios con experiencia, pero estamos dispuestos a cualquier cosa para alcanzar el éxito. Téngannos miedo”.

Sin embargo, no creo que esté allí el origen de la violencia institucional de este gobierno, sino en lo profundo de una persona quebrada afectiva y emocionalmente. Alguien convencido, literalmente, de haber recibido una misión divina y ser un soldado de Dios para exterminar al maligno de la faz de la Tierra. Sin importar la fuerza que deba aplicar ni los daños colaterales que requiera semejante misión.

Aunque es cierto que, cualquiera sea el combustible que lo alimente, en la práctica el miedo que infunde es usado como factor de poder.

El círculo violento. El patoterismo como política de Estado es riesgosa. No solo para la sociedad, sino para los propios patoteros.

La violencia es circular. Desciende por la boca de los gobernantes, se retroalimenta en algunos sectores sociales, se distribuye por el aparato comunicacional del poder y vuelve a ascender hasta sus líderes.

En cada repetición, se suman nuevos actores, otras interpretaciones de la misma violencia y hasta objetivos contradictorios, solo unidos por el odio hacia determinadas ideas o personas.

El patoterismo del Gobierno se nutre de un enojo social cuya víctima final incluso puede terminar siendo el mismo Gobierno.

Si el factor miedo fuera una decisión estratégica de Milei, Karina y Caputo, entonces deberían ser conscientes de lo peligroso que es lo que están haciendo.

Pero no creo que la violencia, ni el temor que genera, sea su estrategia para construir poder. Ni siquiera, el último recurso de su incompetencia, como diría Asimov.

No. Creo que en realidad son ellos en estado puro.

Y que ese es el mayor peligro.