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El momento bisagra

La de Robbe-Grillet es una biografía lineal, de trazo grueso, de una escritura sosa, que parece no arrancar nunca.

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Acabo de terminar de leer Robbe-Grillet. L’aventure du Noveau Roman, de Benoît Peeters (Flammarion, París, 2022). Es un libro decepcionante. Una pena, porque yo había leído con mucho interés las biografías de Peeters de Derrida (digo “las biografías” porque consta de un díptico: una, llamada simplemente Derrida, gran pesquisa sobre el filósofo francés, y la otra, Tres años con Derrida, los cuadernos de notas de cómo se fue haciendo la biografía, desde la firma del contrato con la editorial hasta el punto final, tan atrapante una como la otra). Pero la de Robbe-Grillet es una biografía lineal, de trazo grueso, con poco acceso a fuentes de información, de una escritura sosa, que parece no arrancar nunca. Y hasta la edición de Flammarion es mala: no tiene índice onomástico, las notas están todas juntas al final del libro, en vez de a pie de página o al menos al final de cada capítulo, el pliego de fotos cierra el volumen (lugar rarísimo para colocarlo) sin dejar ni siquiera una página en blanco de cortesía (mais, l’édition française…).

No obstante, como puede ocurrir incluso en un libro malo, hay una frase que me dio a pensar: “Con El mirón [en curso de escritura] Lindon [su editor] está persuadido de que, gracias a la energía desplegada y a ciertos malentendidos, Robbe-Grillet está en una situación ideal en Francia como en el extranjero: si su próxima novela es accesible, puede tener gran éxito; si al contrario es tediosa, ‘corre el riesgo de disgustar definitivamente a los lectores y de recaer en el anonimato’”. Todo ocurre en ese párrafo, como si Robbe-Grillet se encontrase en una situación bisagra: o le va bien con El mirón, como finalmente sucedió, o le espera el olvido definitivo. No sé si algo así existe realmente en la vida de un escritor, pero si fuera el caso no dejaría de ser un momento fascinante. El momento en que un escritor encarna por fin el futuro de la literatura: la decadencia. Es ese el momento en que la literatura se asume como parte de los tiempos de oscuridad, y en esa debacle renace (como en Elefantes, el viejo poema de Marianne Moore: “Su trompa erguida parece decir: cuando ya no esperamos nada, entonces renacemos”).

Tal vez de eso hablábamos el otro día en Mill con una amiga (¿por qué, quién sabe de qué, estamos hablando realmente cuando hablamos?). Ella me decía que sentía que “ya había pasado su cuarto de hora” (“felicitaciones”, le respondí, “yo ni siquiera lo tuve…”). Fogwill daba una cifra de la vida útil de un escritor. Ya no me acuerdo cuánto decía, 10 años, 15 años, ¿20? No importa. Decía que durante solo esos años un escritor escribía una obra y que luego todo era repetición y ocaso. Ese es sin embargo el momento que más me interesa de la literatura. El escritor que hace del olvido su espejo íntimo, del desinterés masivo su pan cotidiano, de la soledad su compañía predilecta. Solo unos elegidos llegan a esa situación. Que no es más que la situación condensada en una sola palabra, en un verbo: escribir. Lo demás no tiene la menor importancia: se llama éxito, reconocimiento, prestigio, carrera, Instagram, contratos, traducciones, viajes, elogios. Pero cualquiera tiene éxito, reconocimiento, prestigio, carrera, Instagram, contratos, traducciones, viajes, elogios. Escribir en la soledad absoluta, en el anonimato, en cambio, es para pocos.

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