Cuanto más artificial sea la inteligencia, más humano y real será el error. Más tendremos que enamorarnos de él, mirarlo con fe y abrazarlo. Y cuando digo error pienso en síntoma, dificultad, furcio, malestar, confusión, dolor.
La vida actual está cada vez más contabilizada. Sabemos el número exacto de pasos que dimos, los metros que nos separan del trabajo, los grados de temperatura, cuándo toca el próximo vaso de agua, los latidos por minuto de nuestro corazón o cuántas horas de sueño profundo hemos dormido. Saberlo es también acumular culpa cuando fracasamos.
Es tan inteligente el artificio, que cada vez hay menos espacio para el redondeo o la aproximación. El VAR mide cada milímetro de la pisada del jugador que pasó la línea del offside, el calendario avisa qué reunión podríamos juntar con otra para eficientizar el espacio de nuestra agenda, y así. En la medida en que la Sociedad de Control deleuzeana sumó las prestaciones de las métricas tendientes a la perfección, el descontrol asoma con más fuerza. La exigencia de pedirle al sujeto humano que controle su pensamiento es tan delirante como tentadora. ¿Quién no quiere llegar a su máximo potencial o ser su mejor versión? ¿Qué jugador no sueña con ser Messi o qué chica joven no quiere ser modelo? El problema es que, en esos mensajes, nunca queda lugar para el error, que no es incorporado como parte del proceso.
Así como la realidad es incontrolable, y de todos modos bella, también lo es el pensamiento oscuro, la acción de los otros que nos atropella, la fuerza de la naturaleza que arrasa.
Los discursos sociales pasaron de visibilizar mandatos agobiantes a decirnos que todo depende de nosotros y que pagándole una módica suma a algún coach, app, o gurú, podremos saber el modo más eficiente de tener todo bajo control.
La inteligencia, ese aspecto racional y duro que está del otro lado del hemisferio del cerebro que contempla la liquidez de los sentimientos, es ahora territorio de la IA. Grieta mediante, al humano le queda el salvajismo de lo pulsional y la irracionalidad del sentimiento. Todo lo relativo a la inteligencia será delegado al robot. Tal vez por eso avancen sin demora los discursos de odio, las violencias verbales reprimidas y las atrocidades que cada día se deleitan en hacernos ver.
Plantear caminos del medio aburre y pesa, pero la salida siempre está lejos de los extremos. Ni controlar todo, ni vivir en el descontrol. No otorgar todo el poder a la tecnología, ni negarse a ella. Lo de siempre. Lo que nunca terminamos de entender.