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El gran clásico

Más interesante es saber por qué nadie lee a los rusos. Se me ocurrió la pregunta cuando encontré en la biblioteca un librito hermoso.

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Dice Jules Renard que como siempre nos equivocamos con nuestros contemporáneos, lo mejor es no leerlos. Un aforismo irrefutable que tiene una conclusión lógica: como también nos equivocamos con nuestros antecesores, no deberíamos leerlos tampoco. Y eso es lo que hacemos. Siempre me asombró la facilidad con la que escritores muy populares en un momento caen en desgracia poco después de su apogeo. Me pregunto, por ejemplo, cuánto tiempo va a pasar antes de que al noruego Knausgård, autor de libros descuidados e interminables, no lo conozca ni la familia. Pero eso es hacer leña del árbol por caer.

Más interesante es saber por qué nadie lee a los rusos. Se me ocurrió la pregunta cuando encontré en la biblioteca un librito hermoso, Diario de un hombre superfluo, de Iván Serguéievich Turgénev. Al menos hermosa es la edición, porque no lo he leído: tapa dura, caja pequeña, papel ahuesado, tipografía clara y distinguida, fotos impecables, una maravilla como las que publica la editorial KRK con sede en Oviedo. Como decía, no leí el libro, pero sí el prólogo de la traductora Agata Orsenszek, que empieza citando el Curso de litratura rusa de Nabokov. Allí establece el ranking de los más grandes artistas de la literatura rusa: primero Tolstói, segundo Gógol, tercero Chéjov, cuarto Turgénev. No se le escapa a Agata que Nabokov no menciona a Dostoievski, cuya mutua enemistad con Turgénev fue notoria.

Una vez escuché a mi amigo, el cineasta franco-ruso Pierre Léon, traductor además de Dostoievsk, afirmar indignado que solo un analfabeto puede proclamar la superioridad de Tolstoi. Algo aun más radical afirma Joseph Brodsky en un ensayo que se titula “Catástrofes en el aire”: que Dostoievski fue la puerta de acceso a la modernidad que tuvo la literatura rusa, pero que Tolstoi se encargó de cerrarla gracias a su influencia en el siglo siguiente. Dice Brodsky que mientras que la escritura de Dostoievski operó sobre la lengua rusa y que eso lo convirtió en un autor sin descendencia, la destreza de Tolstoi para la mímesis condenó a sus compatriotas a practicar la imitación de la realidad, una forma literaria en la que incurrieron tanto los practicantes del realismo socialista como los disidentes que denunciaron el criminal régimen soviético. De todos los prosistas rusos del siglo XX, Brodsky solo rescata del realismo a su amiga Nadiezhda Mandelstam y al arduo y censurado Platónov. Y culmina la descalificación de sus compatriotas con la atractiva aunque indemostrable idea de que el núcleo de la tragedia rusa fue que los escritores pensaban a lo largo de las mismas líneas estilísticas que la policía secreta. En cambio, y esta frase es maravillosa, “Dostoievski pensaba que el arte no trata de la realidad, aunque solo fuera porque la vida no trata de la vida”.

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En cualquier caso, hace algún tiempo era apasionante discutir si Tolstoi o Dostoievski. Era el clásico de los clásicos. A ambos se los leía con paciencia y admiración, pero me parece que eso ha pasado de moda en los círculos literarios. No veo que en la facultad se desvivan por estudiarlos ni que los talleres que tanto proliferan se propongan dilucidar cuál de los grandes rusos es el que vale la pena. Los interesados en ingresar en el mundo de las letras prefieren que les hablen de la pampa y no de la estepa.